domingo, octubre 21, 2007

El filósofo más grande de todos los tiempos

Más alabado y vilipendiado que ninguno, el mundo no se cansa de echar flores y escupir sobre su tumba. Los economistas neoclásicos dicen haber triunfado sobre su doctrina, ya anacrónica; los científicos sociales no comprenden la obsesión con su pensamiento, una cuestión casi religiosa; los radicales de izquierda condenan a la realidad por no ajustarse a sus predicciones; un grupo de oxonianos brillantes concluyó, después de una serie de análisis lógico-lingüísticos rigurosos, que su teoría era insalvable; se lo culpa de haber sido el ideólogo de algunos de los crímenes más horrendos de la historia al mismo tiempo que se asegura que fue el hombre que le dio la forma más peligrosa a una idea peligrosa de por sí... ¿quién es el filósofo más grande de todos los tiempos?

http://www.bbc.co.uk/radio4/history/inourtime/greatest_philosopher_vote_result.shtml

lunes, octubre 15, 2007

Song to Woody


Woody es simplemente Woody. Miles de personas no saben si tiene algún otro nombre. Él sólo es una voz y una guitarra. Él canta las canciones de un pueblo, y sospecho que, de alguna manera, es ese pueblo. De voz tosca y nasal, su guitarra colgando como el acero de un neumático en un eje oxidado, no hay nada dulce en Woody, como no hay nada dulce en las canciones que canta. Pero hay algo más importante para aquellos dispuestos a escuchar. En ellas está la voluntad del pueblo para sobrevivir y luchar contra la opresión. Y creo que eso es a lo que llamamos “Espíritu Americano”.
John Steinbeck, sobre Woody Guthrie


Alguna vez el pasado fue tan cercano e intenso que las leyendas eran realidad cotidiana. Ya demasiado lejanos, la arista interna del tiempo dibuja el límite entre la dimensión de lo humano y ese fundacional magma, inscrito en lo mitológico. Hablamos de una historia repleta de figuras legendarias, donde todavía buscamos las pistas para entendernos. Es allí que, enterrados entre añoranzas románticas y estereotipos reduccionistas, muchos de nuestros símbolos habitan, dolorosamente transformados en proyecciones mediáticas envilecidas o en emasculados trazos incongruentes. Woody Guthrie, músico a quien recordamos al cumplirse cuarenta años de su muerte, ha sufrido un destino similar. El icono americano que fundó el folk, y desde allí transformó la música popular, el hombre que vivió profetizando un mundo que estaba al llegar –mas nunca vendría– se ha convertido en una colorida figura folclórica, una tradición traicionada por su legado. Vencido por la historia y el peso del icono que encarnó, Guthrie merece un recuerdo más acorde con su vida, que fue un continuo viaje de observación, un eterno vagar hecho narración, el correlato de su pueblo y su vivencia, una búsqueda incansable por justicia; entonces, honrémosle desde estas líneas ofreciéndole precisamente eso.

Es dificilísimo separar la figura de Woody Guthrie de su leyenda. Y es que justamente su existencia corresponde a tal terreno. Nacido como Woodrow Wilson Guthrie el 14 de julio de 1912, hijo de una familia terrateniente de Oklahoma, Woody Guthrie experimentó su verdadero nacimiento a principios de la década de 1930, entre las interminables hileras de emigrantes echados de su tierra por el desastre ecológico conocido como “The Dust Bowl”. Este fenómeno que amenazó con sepultar bajo murallas de polvo toda la tierra fértil del centro-oeste de los Estados Unidos, y con ella a los que la trabajaban, generó una auténtica diáspora, una reconfiguración migratoria interna en la que el 10% de la población de Oklahoma se trasladó a la “tierra prometida” de California. Woody Guthrie fue uno de ellos, y compartió la dificultad y esperanza de los “okies” que cruzaban el país en busca de una anhelante situación de prosperidad, que rápidamente probaría ser falsa.

Fue en ese trance que Guthrie conoció de primera mano la dureza de la vida de los desposeídos, y donde comenzó a probar su generosidad desbordante. Llevando a su esposa e hijos con él, Woody era capaz de entregar todo el dinero que recaudaba, pintando anuncios a lo largo de la Ruta 66 o tocando en las calles de algún pueblo caminero, a cualquier compañero hambriento o madre en aprietos, quedando su familia y él mismo a la merced de parientes o amigos. Es aquí que Guthrie se cruza con la imagen de Tom Joad, el forajido bienhechor que imaginara John Steinbeck en el corazón de esta migración, para su "The Grapes of Wrath". A lo largo del camino Guthrie conformó su léxico musical, estético e ideológico, partiendo desde el pueblo, hablándole a éste, prestando su voz a los suyos. En situaciones como ésta es donde nos cuesta distinguir entre las difusas fotografías de la historia y las construcciones legendarias, entre el primer cantautor “tópico”, un cronista cuya principal arma era la canción, el constructor de la composición popular y urgente, y el mito autopropulsado por "narraciones autobiográficas" grandilocuentes o afirmaciones exageradas sobre su pasado y tránsito, enfrentadas con quién comprendió como nadie que la única forma en que el artista puede cobrar sentido es desde la entrega a las multitudes, sin dejar de ser el Woody Guthrie auténtico.

Pero Guthrie no solamente capturó la emocionada esperanza de los viajantes atribulados, sino que también empleó sus canciones para transmitirles advertencias y consejos, patentes en numerosas grabaciones que se hallan en la colección "Dust Bowl Ballads", único registro de aquellos trabajos en los que Guthrie plasmaba tanto las historias de su travesía como el sueño edénico del destino esperado y la desazón de encontrar una tierra muy poco diferente a la que habían abandonado.

Al poco tiempo, comisionado por el gobierno, Guthrie (que trabajó durante algún tiempo como radialista en California, y hasta hizo de músico de salón), grabó historias de narrativa simple y sorprendente sobre la construcción de la Represa Coulee (en el disco "Woody Guthrie in Columbia"), así como registró algunas grabaciones documentales para la biblioteca del Congreso, con el folklorista Alan Lomax, en las que se observa su método interpretativo contrapunteado por relatos de su vida como vagabundo a bordo de trenes o cruzando el país en destartalados camiones; y hasta registró algunas canciones infantiles, dedicadas a sus hijos Arlo (luego un cantautor en derecho propio) y Nora (responsable de entregar las letras no musicalizadas por su padre a Wilco y Billy Bragg, ya en los noventa, y cuyo resultado fueron los estupendos volúmenes de la colección “Mermaid Avenue”). Posteriormente, el Woody Guthrie que fuera juglar de sus tiempos se renovaría en la piel de Joe Hill, para adquirir la forma que le sería definitiva.

Acostumbrados como estamos a discursos artísticos desechables, mencionar que Guthrie participó en numerosos mítines comunistas, protestas sindicales, huelgas y otras actividades organizadas por las Uniones Obreras, sin duda sorprende. No hay que recordar siquiera la consecuencia de su vida y acciones, que le vieron enfrentar la represión policial, al enemigo fascista y la opresión de la industria discográfica, sucesivamente; regalando y liberando para su uso, copia, reproducción e interpretación, sus composiciones, tocando para las tropas o rechazando imposiciones de ejecutivos de las disqueras, acompañado usualmente por sus amigos Huddie Ledbetter y Cisco Huston. Estas conductas son una cosa absolutamente impensable en nuestros días, de “músicos comprometidos” que no tienen problema moral alguno por “vivir bien de la derecha”, aún proclamandose “de izquierdas” [sic]. Ciertamente Guthrie nunca se hizo militante del partido comunista, pero sí profesó una ideología de justicia e igualdad basada en la propia vivencia, por ello auténtica; viabilizada por él desde canciones que indicaban “lo que esta mal y cómo corregirlo, qué bocas alimentar, a quién darle trabajo”.

Parte indivisible del “espíritu americano”, Guthrie como sujeto político no solamente batalló en el frente interno, sino que –llegado el momento– experimentó una reconversión patriótica (¿contradictoria?) y se unió a Pete Seeger para conformar un ”supergrupo del folk”, los Almanac Singers, que se ocuparon de combatir a los fascistas, primero encarnados por Hitler y luego por los representantes de la música como esfuerzo coporativo; subidos a los escenarios sin ensayar y vestidos con sencillas ropas de trabajo, tan poco llamativas como sus llanas voces y melodías poco pretenciosas, pero de mensaje tremendamente contundente. De efímera existencia este grupo contribuyó a recuperar la atención popular por el género folk, que había menguado entre mediados de la década de 1930 y el final de los cuarenta, re-estableciéndose en el interés público estimulado por la Segunda Guerra Mundial primero, y por los primeros días de la Guerra Fría después, ruta que proseguirína posteriormente los Weavers, Kingston Trio y Country Gentlemen.

Fijando su residencia en Greenwich Village durante este periodo, Guthrie consolidó el epicentro evolutivo del rock en tal barrio, prestando su influencia tanto a músicos del revival folk de los sesenta, con quienes construyó una conexión cósmica y cronológica, como a los beatniks que deambulaban la ciudad con el mismo espíritu vagabundo de Woody. En tanto, sus acordes simples y directos, hibridados en la soltura del jazz, la música tradicional irlandesa y el sentimiento y métrica del blues, como con la estética “anarquista y antimusical” del folklore rural, que priorizaba la narración antes que la verbosidad melódica, señalaron un camino de integridad y compromiso que se intersecaría finalmente con el rock’n’roll apenas algunos años después, desde y a través del movimiento hippie y el relanzamiento del rock como medio expresivo culturalmente validado.

Cuentan que Guthrie aprendió su “Railroad Blues” de un lustrabotas negro que trabajaba frente a la puerta de la barbería que frecuentaba el músico; muchacho que con las solitarias notas de su armónica imitaba el silbato del tren al pasar, tocando siempre la misma canción cambiante. Partiendo de allí y sumándole la combatividad obrera de la “música de protesta”, que nació de la balada importadas del oeste europeo y las “chain gang songs”, incorporando la naturalidad rítmica hillbilly y las melodías del “Sonido Carter”, Guthrie consiguió crear una música que hablaba directamente al pueblo, pues la voz la prestaba un individuo no demasiado diferente a sus hermanos de lucha, un músico que al calzarse la guitarra –con sus ropas de trabajo sucias y el rostro gastado– no estaba disfrazado, pues había hecho de su vida un grandioso acto redentor, consumado a través de la música

Que se haya tomado una fuerte declaración comunista como una suerte de himno jingoista (hablamos de la reconocible “This land is your land”) comprueba lo universal y contradictorio de las composiciones de Guthrie, que como el espíritu de su país y sus tiempos entraba en dilemas tan intricados como incompresibles, como no aceptar la membresía comunista por no abandonar su religión, o pelear contra los opresores laborales pero aceptar la censura “de aparato” para sus columnas populistas (recomendamos la lectura de "Woody sezz", fragmentos de sabiduría lanzadas por Woody desde varias publicaciones socialistas). Guthrie, como polizón en vagones enmohecidos o compartiendo el pan con sus hermanos “hobos”, sugirió desde sus actos que tal vez la humanidad no debería buscar un mesías tan a menudo, y más bien empeñarse por encontrar individuos que le presten su voz. Y es que quizás eso sea suficiente.


Un compositor único y prolífico, Woody Guthrie construyó la mitología de los Estados Unidos hasta el punto de desdibujar la línea entre la leyenda y la historia, incluyéndose cuidadosamente él mismo en ese campo, pero sin descuidar su permanencia como parte indivisible de ese “espíritu”. Como alguien sugería, una suerte de amalgama entre Hank Williams y Nietzsche, Guthrie fue arrebatado muy joven, trastornado por una enfermedad degenerativa que primero le enloqueció y luego le dejó incapaz de sostener una guitarra o siquiera hablar. Enfermo y errático, entre 1955 y 1967 sufrió una extensa agonía, reconfortada por la atención y visita de las nuevas generaciones, encabezadas por su primer y mayor profeta: Bob Dylan, quien aprendió a componer con los mismos básicos acordes que su “dios” Woody Guthrie (aunque por medio de Ramblin’ Jack Elliot, dado lo deteriorado del estado de Guthrie). Con una carrera en la que en algo más de diez años se cuenta por lo menos mil canciones, Guthrie descubrió un nuevo sendero para la música popular y lo hizo siempre del lado del pueblo. Una presencia consecuente y eterna, confirmada por el mismo Woody, en la voz de Tom Joad, que es la suya y la de todos nosotros:

Donde haya niños con hambre y llorando,
donde la gente no sea libre,
donde los hombres luchen por sus derechos,
allí estaré yo...


A cuarenta años es imposible dejar de creerle.


miércoles, octubre 03, 2007

La dicha de no ser inmortal ni eterno



Probablemente la escritura es la mayor meditación sobre el lenguaje que se puede practicar. Ese infinito juego de permutaciones metalingüísticas -permanentemente insensato diría Mallarmé- es el campo del eterno tirón entre ausencia y presencia, entre escritor y obra; ese espacio donde el escritor se clausura en su obra, pues no está en ella y sin embargo insiste en “morir, vivir y morir” por medio de ella.

Escribir es producir una ausencia. Así lo entendía Maurice Blanchot, uno de los filósofos, escritores y teóricos literarios de mayor relevancia del pasado siglo; gran intelectual francés que dejó una profunda impronta en el pensamiento filosófico occidental. Mucho menos visible que Sartre, pero tal vez más influyente que éste (en cuanto a pensadores francófonos de la posguerra se refiere), al conmemorar el centenario de su nacimiento descubrimos que la mejor manera de recordar a Blanchot es a través de su ausencia, a través de su escritura.

No me extraña lo poco reconocible que suena el nombre de Maurice Blanchot, al menos en términos de “popularidad”, si tal cosa cabe entre filósofos. Es bastante lógico que se le haya tratado con recelo, tanto en su faceta de escritor como de filósofo, ya que sus novelas y relatos no son precisamente accesibles, y mucho menos comerciales, razón por la que escasean sus traducciones o re-ediciones. Estos escritos suyos, “antifilosóficos” pero tan densamente ensayísticos como narrativos, se enfrascan en una experimentación modernista que le acerca a sus admirados Celan, Musil o Kafka; mientras que sus trabajos teóricos no suelen ofrecer grandes resoluciones inmediatas, a “primera lectura”, por lo que tan pequeña recompensa puede mantener alejados a los poco dados a la relectura metódica. Es comprensible que un hombre que se empeñó en negar al autor, reduciéndolo al lugar impreciso de la nada, al silencio que hace posible la palabra y es –como el blanco del papel– también un medio expresivo esencial, haya preferido desaparecer.

Producto de la intensa reserva que practicaba como consecuencia filosófica, casi no existen datos biográficos suyos. Se sabe que nació entre el 22 y el 27 de septiembre de 1907 y que falleció el 20 de febrero de 2003. Lo que sucedió entre esas fechas ha sido apropiadamente definido por las obras que publicó, divididas entre el ensayo filosófico, la crítica y el ejercicio teórico-literario, tocando también la escritura de grandes novelas “experimentales”, de relatos breves fascinantes y de una obra poética fuertemente asentada en la expresión y uso conceptual del lenguaje. Ajeno al ojo público, apenas se registra una fotografía suya, tomada durante su juventud y un huidizo vistazo ya en sus años postreros y robado por un paparazzi (!) en el parqueo de un supermercado; es decir, no existe una imagen pública de Maurice Blanchot, algo que con demoledora lucidez él mismo buscó, aunque la biografía más fiable la haya dejado también él mismo, al describirse en sus múltiples personajes autoreferenciales, o en el laconismo con el que resumía toda presentación biográfica: “Maurice Blanchot, novelista y crítico, nació en 1907. Su vida está por entero consagrada a la literatura y al silencio que le es propio.”

Blanchot es considerado como el último de los “ilustrados malditos”, grupo que formaba con George Bataille y Pierre Klossowksy, el escritor que presagió el postestructuralismo y un polifacético artista cuya modernidad abrió el camino a Deleuze, respectivamente; tríada a la que hay que añadir a Emmanuel Lévinas, amigo de Blanchot desde su juventud y durante toda su vida, y con cuyas ideas se funden las suyas, en un proceso evidente en filósofos posteriores, como Derrida o Nancy, sobre los que ambos tuvieron gran ascendiente. Blanchot mantuvo con Lévinas una relación mutuamente formativa, bidireccional y de gran relevancia, por medio de incesantes cartas y en una discusión constante que puede rastrearse, de obra a obra, en uno y otro escritor. Memorias de este juego de influencias se encuentran en los ensayos de Blanchot recopilados bajo el título de "L’amitié", entre los que el francés también incluye el recuerdo de notables amigos suyos como Robert Antelme o René Char.

Excepcional escritor, como también fue Blanchot, es imposible sobreestimar la perturbadora belleza de su primera novela, "Thomas, l’obscure", compleja exploración de la realidad como una proyección conceptual, en la que extensas explicaciones filosóficas desentrañan la naturaleza del ser y la escritura, donde la alteridad se transforma en una serie de ambiguas fantasías órficas, en las que la relación de una pareja se reduce a los monólogos de unas naturalezas, cada vez más distanciadas por la abstracción de las palabras. La perplejidad en la que esta novela sume al lector es una de las experiencias más definitorias que puedo imaginar, por lo que me cuesta comprender las razones por las que una obra maestra de esta magnitud, y de tan vasta influencia, tenga que permanecer escondida.

Si es que "Thomas, l’obscure" es su principal novela de ficción (única forma posible de llamarle, si consideramos el grado en que mezcla las disquisiciones filosóficas con la narración), la mayor obra teórica de Blanchot es "L’Espace littérarie", en la que trata la naturaleza de los procesos de la creación literaria en relación con el tiempo, la muerte y la historia, examinando la fundamental complicidad entre la muerte y la escritura. Igualmente notables resultan sus posteriores trabajos, cada vez mezclando más la narrativa y el ensayo filosófico, como en "L’ecriture du desastre", donde medita sobre la imposibilidad de articular un discurso “del desastre” en una sociedad históricamente marcada y movida por estos, dispensando al discurso filosófico de una responsabilidad ética frente al otro; trabajo que junto con "Le livre à venir" constituyen el núcleo del pensamiento blanchotiano.

Con el tiempo Blanchot comenzó a preferir las formas breves –relatos cada vez más cortos, sentencias filosóficas contenidas en aforismos, etc. – con mayor frecuencia, dejando también magistrales ejemplos de estas, como su "L’instant de ma mort", a medias irrecusable testimonio y fatal premonición filosófica, donde continuaba su exploración de la imposibilidad de la muerte y su relación con la escritura, dada por la vertiginosa condición del vacío que la posibilita.

“Escribir es morir”, afirmaba Maurice Blanchot, pero morir una muerte que es imposible sin el otro. La muerte era para él la pasividad final, una indeterminación extrañada del tiempo, que no llegará nunca: la “imposibilidad de la posibilidad”, apelando a una inversión Heideggeriana. Por ello Blanchot se retiró de sus textos, en una ruptura radical en la que la brillantez de su escritura demostraba que el “lenguaje del arte” no requiere del autor, pues la distancia de las palabras nos separa de él y le nulifica. Costará olvidar a un quebrantado Derrida admirando a Blanchot en la lectura que le dedicó en su funeral, recordándole “a través de los fluidos de una escritura sobria y fulgurante, que interroga incesantemente y pone en duda su propia posibilidad, (que) ha influido en todos los dominios: en el de la literatura y la filosofía, en los que no se ha producido nada que él no haya conocido e interpretado de una manera inédita.”

Acaso el heredero kafkiano por excelencia, Blanchot, valiéndose de su maestro (quien a su vez proclamaba: "No me aparto de los hombres para vivir en paz, sino para poder morir en paz") y vislumbrando la naturaleza de su existencia, hábilmente “evadida” de la muerte por la desaparición previa que es la escritura, decía:


(el escritor, Kafka, Blanchot) Se retira del mundo para escribir y escribe para morir en paz. Ahora, la muerte, la muerte contenta es el salario del arte, es la meta y la justificación de la escritura. Escribir para morir en paz.”