domingo, diciembre 21, 2008

Aviso: Javier Rodríguez, the next great rock critic

Tenemos el gusto de anunciarles que nuestro querido Javier Rodríguez C. ha sido seleccionado por la prestigiosa revista Crawdaddy! como uno de los tres mejores nuevos críticos de rock. Ahora, Javier tiene la oportunidad de ser el "next great rock critic" de esta publicación; su texto, titulado "And the rockers red glare", compite por los votos de los lectores; los invitamos a leer su artículo y, si les gusta, a votar por él aquí

sábado, octubre 18, 2008

Aviso solicitado: ahorabolivia.blogspot.com


Periodismo ciudadano digital, por fin en serio. Los invitamos a visitar y a colaborar con ahorabolivia.blogspot.com .

sábado, octubre 11, 2008

Señor Mal Ejemplo


Warren Zevon fue para los cantautores lo que Tom Waits para el blues, un mal ejemplo. Alcanzando el (relativo) éxito en años en que el soft-rock californianio acaparaba la propuesta sonora y estética del genero de la “canción de autor”, Zevon gestó una remodelación –periférica pero significativa– en esa camada de músicos, que él orbitaba casi por defecto, a hurtadillas y marginalmente, más por amistades que por afinidad discursiva o “geográfica”. Con una visión inconformista, letras que tomaban lo personal en paralelo con la geopolítica “de actualidad”, o mezclaban la historia con humoradas pulp, cantando con voz hosca y afilando un rocanrol ascérbico, Warren Zevon se transformó en el padrino de una nueva estirpe de músico, un cancionista de rock con genes de escritor correoso; más un trapacero borracho que un popstar a la usanza, un personaje afianzado en las raíces folk (Dylan, et. al.) y rock’n’roll (Bo Diddley), pero proyectado fuertemente a la literatura, al cine y al humor negro. Habiéndose recordado cinco años de su muerte el pasado 7 de septiembre, aprovechamos este espacio y pretexto para celebrar la memoria de Warren Zevon, el Señor Mal Ejemplo.

Chico excitable

Nacido en Chicago, el 24 de enero de 1947, hijo de un apostador profesional (!) de raíces ruso-judaicas y de una estricta madre mormona, Warren Zevon pasó su infancia rodando de ciudad en ciudad, a causa de los hábitos –proclives a las deudas y “malas amistades”– de su padre. Warren William Zevon fue criado con la idea de llenar los zapatos de su “Tío Warren”, un prodigioso pariente que, siendo músico y precoz lumbrera académica, había muerto en la Segunda Guerra Mundial, y que a medias como héroe muerto y promesa incumplida, miraba a su tocayo y heredero desde un hierático retrato colocado sobre la chimenea de su casa. Sin embargo, al influjo de su padre, que era (según Zevon) “un mafioso, casi un Jesse James”, templó su carácter hacia el arte, la escritura y la música. Demostrando una temprana virtud pianística, llegó a conocer a Stravinsky, aunque más pronto que tarde se colgó una guitarra eléctrica, al percibir en las vías clásicas un sendero desapegado a nuestra época, un camino difícil de mejorar o siquiera seguir. Así se hizo músico de rock.

Abandonando la escuela –en la que tenía un desempeño notable, salvo en química– a apenas un año de graduarse, cuando un profesor lo sancionó al no creer que un excelente ensayo literario que presentó fuese realmente suyo, vio acelerado el inicio de su “carrera” como músico. Aguijoneado se subió al Corvette que su padre había ganado a las cartas y se fue a Nueva York, persiguiendo la idea de ser un músico folk. Corría 1964, el pico del boom revivalista de este estilo en NYC, pero avergonzado por dejar caer su púa en la boca de la guitarra en uno de sus primeros recitales, Zevon se percató que ésta aventura no era lo deseaba, y le puso fin muy pronto. No tenía razones para estar en la ciudad, no deseaba realmente ser un folkie, no se setía cómodo así y apenas –lo supo concluyentemente entonces– había ido allí para encontrar el espíritu bohemio de su héroe, Bob Dylan. Esclarecido, retornó a California.

Ya “irremediablemente” dedicado a la música, Warren pasó el resto de la década viviendo con su primera esposa y trabajando como músico “mercenario”, grabando comerciales, prestando su guitarra a Phil Ochs ("Pleasures of the harbor") o componiendo para los Turtles (el lado B de la exitosísima “Happy Together” era suya, y le fue tan lucrativa que por mucho tiempo, Zevon bromeaba, con sólo ese single alcanzaba para pagar sus cuentas). También intentó un dúo-pareja al estilo de Sonny & Cher (lyme & cybelle), pero no tuvo suficiente éxito, pasó por el soundtrack de "Midnight Cowboy" y escribió para Linda Ronstad, siempre sin poder escapar del anonimato. Pero en 1968 Warren conoció a Jackson Browne, quien sería muy amigo suyo por el resto de su vida, además de su eterno cómplice musical y artífice de su salto al ruedo profesional. De la mano de éste, en 1969, tuvo la oportunidad de grabar su disco debut, "Wanted dead or alive", que pasó completamente desapercibido para el público y crítica, a pesar de tener ya algunos atisbos del genial estilo Zevon, aunque extraviado entre un sonido de blues rock sucio (algo genérico del garage rock de esos días) y baladas rampantes como la poderosa “A bullet for Ramona”, 100% Zevon aún antes de que esto significara algo.

Entre 1970 y 1974 Warren Zevon terminó de foguearse, formando parte de la banda de los Everly Brothers, donde desde el teclado ayudó a revitalizar el clásico sonido de armonías “country-pop” del dúo. Pero en 1975, apartado del séquito Everly y sin otro estipendio que los escasos billetes que ganaba tocando en pequeños bares, ya “casado” con su segunda esposa Crystal –en una ceremonia celebrada en un automóvil a toda marcha, escanciando vodka y comulgando ácidos en el desierto, al puro estilo Thompsoniano– la pareja decidió vender todas sus posesiones y se lanzó a España, donde vivieron hasta el verano de 1976, trabajando Zevon como músico residente en un bar regentado por David Lidell, ex mercenario yanki que había vendido sus servicios por toda África y con el que Zevon hizo muy rápidamente buenas migas, además de ser el man at arms inspirador de la, todavía lejana en el futuro, “Roland the headless thompson gunner”.

Buscando la próxima gran maravilla

Rescatado nuevamente por Jackson Browne, Warren Zevon regresó a los Estados Unidos con un contrato y un estudio listos para comenzar la grabación de su próximo álbum. Ya maduro y con su estilo alcanzando el punto de florecimiento, Zevon grabó el autotitulado "Warren Zevon" (1976), poniendo su literalmente letal ingenio, su honestidad emocional y cinismo, al servicio de un rocanrol más sutil y refinado.

Aunque mejor recibido que su anterior trabajo, "Warren Zevon" pasó bastante desapercibido en sus días, si bien posteriormente se lo quiso rehabilitar como uno de los discos esenciales de esa era. Un estupendo despliegue creativo, éste disco es una suerte de “Album Blanco” iterativamente inverso, en el que los caminos divergentes no son los musicales, sino que aquí la explosión se da en el sentido de la extrema deriva sociológica de la sociedad yanki de los setenta y sus múltiples (o múltiplemente enfrentados) caminos, plasmada con total y tremenda elocuencia por la construcción lírica de este disco.

Esta vez con un contrato en la mano, el temerario Zevon no se dejó descorazonar por la indiferencia del público. Así fue que de inmediato se propuso la grabación de un próximo disco, a la sazón el que sería su obra maestra definitiva.

Dormiré cuando esté muerto

"Excitable boy" (1978), sin lugar a discusión, fue el mejor y más popular trabajo de Warren Zevon. Con un set infalible de “hits” (con la delirante “Werewolves of London” encabezándolos), este álbum consagró a Zevon entre los críticos, adjudicándole el lugar del “raro profesional”, del maverick mordaz e ingenioso (“Excitable boy”), del observador cínico de las realidades más cochambrosas (“Lawyers, guns & money”) pero también el de un sensible poeta cotidiano (“Accidentally like a martyr”). Transitando los pagos más surrealistas de la canción rock, un bluesero excéntrico demasiado poco apegado a las clásicas formas del sonido “de las 12 barras”, un aprendiz clandestino de Copland y un autor noir (amante del grandísimo Ross Macdonald), con éste album Zevon se inventó a sí mismo y desde su canon posibilitó un estilo propio e idiosincrásico. En suma, un despliegue de genialidad que difícilmente podría ignorarse (o igualarse).

Efectivamente “muy” exitoso, el disco impulsó al ya autodestructivo Zevon hacia una espiral descontrolada, un torbellino alcohólico en que el desenfreno estaba ganando la partida. Enamorado del vodka con todos los ribetes del exceso (no en vano se ganó el apodo de “F. Scott Fitzevon”), flirteando con la violencia –una noche en su estudio le pegó tres tiros a la portada de "Excitable boy", nada menos que su retrato–, sin poder detenerse o recordar sus actos previos, imposibilitado incluso de vestirse y menos capaz de tocar, Zevon se auto ingresó a una clínica de rehabilitación (tras tres intentos y la severa reprimenda de sus amigotes), esperando evitar “la salida del cobarde de mierda” que representaba el suicidio a punta de copas. Y aunque las hazañas del “dinking man’s drinking man” son proverbiales y abundantes, preferimos dejarlas de lado, pues ya el propio Zevon decía: “Escribo estas canciones a pesar de ser un borracho, no a causa de ello”.

Ya rehabilitado, sus siguientes discos, "Bad luck streak in dancing school" (1980), el vivo –dedicado a Martin Scorsese– "Standing in the fire" (1981) y "The Envoy" (1982), si bien consiguieron afianzar su lugar de privilegiada estima entre los críticos, vendieron tan poco que la disquera no tuvo otro remedio que rescindirle el contrato. Claro que Zevon, un “mal esposo expuesto a las tentaciones de la ruta”, al enterarse por medio de la prensa de este “despido”, tuvo suficientes motivos para hundirse nuevamente en el alcohol. Recrudecida la intensidad de su vicio, fracturado física, artística y emocionalmente, Zevon estuvo muy cerca de la muerte. Apenas rescatado por su esposa y amigos (Browne, Springsteen, Paul Nelson, etc.), el músico consiguió rehabilitarse una vez más y recuperar su salud y lucidez, ya de forma definitiva.

Higiene sentimental

Enfrentado al reto de regresar al mundo musical, Zevon se armó del conjunto de canciones más sólido de su carrera y, con dosis iguales de sardonismo y delicadas tonadas de amor, recurrió al grupo de rock más moderno de esos días: R.E.M., apuesta doble con todos los enteros ganadores. Soportado por los de Athens, Zevon grabó y lanzó el magistral "Sentimental Hygene" (1987), en el que también aparecían Bob Dylan, Flea, Tony Levin, Don Henley, Brian Setzer y Neil Young, además de sus habituales colaboradores Waddy Wachtel y Jorge Calderón. Un éxito arrollador entre críticos y músicos, y felizmente bien recibido por el público, el disco representaba el retorno triunfal de un enorme músico que parecía jamás haberse ido.

Todavía en la estela de este retorno, y con un equipo aún más estelar tras la incorporación de Chick Corea, David Gilmour, Jerry García y Jorma Kaukonen, Zevon lanzó "Transverse city" (1989), una especie de extravaganza cyberpunk que no terminó de ser comprendida –al menos no por aquellos ajenos a William Gibson– y resultó muy rápidamente “caducada” por el cambio de década y preferencias estilístico-musicales, por lo que el esfuerzo de Zevon volvió a encontrar la frígida respuesta que, desde ningún punto de vista, merecía.

También fruto de sus colaboraciones con R.E.M., y en 1990, Zevon lanzó –bajo el nombre de The Hindu Love Gods– un delicioso disco de reversiones de blues, r&b y viejo rocanrol, además de una irreconocible versión de “Raspberry Beret” de Prince. Un hito absoluto en el segmento de rock moderno/alternativo, este disco “de culto” difícilmente lograría rehabilitar a Zevon, aunque sí permitió un vistazo a su tremenda capacidad musical, registrada acá a lo largo de toda una noche y en una sola toma, jammeando entre copas, clásicos soul y amigos.

Pero lamentablemente confirmando el bajón antes insinuado, tanto "Mr. Bad Example" (1991) como su “unplugged in-situ” "Learning to flinch" (1993) –un guiño a Tom Petty– no consiguieron devolverle a la senda exitosa, y el acabose sobrevino con "Mutineer" (1995), un disco intimista y “dedicado a los fans” que casi nadie escuchó (o compró), lo que significó un nuevo despido en la carrera de Zevon, que veía alejarse el tren del éxito musical una vez más. Y aunque jamás aspiró a la masividad, tampoco consiguió los mimos incondicionales de los críticos (a cinco años de su deceso estamos en condiciones de afirmar que tampoco ha sido “redescubierto póstumamente” como sucedió con Nick Drake, por ejemplo), por mucho que su producción haya mantenido una gran consistencia por tan largo tiempo. Esta sería, por varios años más, una gran deuda pendiente para Zevon.

La vida te va a matar

Warren Zevon era muy duro de matar, eso es seguro. Y aunque le tomó 5 años volver, en 2000 "Life’ll kill ya" fue aplaudida y catalogada como la segunda resurrección del cantante, que regresaba ya envejeciendo, meditando sobre la muerte con toda la ironía que le caracterizaba, y repitiéndole a todo el que hiciera falta que iba a tomar mucho más que un par de discos poco vendidos para sacarlo de circulación.

Sorpresivamente (¿o no?) "My ride’s here" de 2002 recibió críticas mixtas, y se vendió algo menos que su anterior álbum, que tampoco había sido un superventas. Claro que el verdadero impacto del disco fue muy pronto opacado y minimizado por un anuncio completamente distinto, aunque bizarramente no impredecible. A Warren Zevon le habían diagnosticado un terrible cáncer pulmonar, no había qué hacer y le quedaban apenas dos meses de vida. Irónicamente, el anterior disco de Zevon contenía el tema “My shit’s fucked up”, en el que un médico comunicaba a su paciente el estado terminal de su enfermedad; más aún, su reciente "My ride’s here" le mostraba en tapa montando un carro fúnebre, e incluía canciones sobre “cabalgar hacia el más allá”; pero, incluso más extrañamente, el “logo” de Zevon había sido, desde siempre, una calavera con un cigarrillo colgando de su mandíbula y los típicos espejuelos redondos de Warren cubriéndole las órbitas. Todo encajaba, como si Zevon hubiese intuido que le tocaría ser su propio sepulturero.

Accidentalmente como un mártir

Queda, todavía vivo en nuestra memoria, el tremendamente conmovedor momento en que un debilitado pero energético Warren Zevon se presentó por última vez en vivo. En el show de su gran amigo David Letterman, donde había tocado innumerables veces, tanto como invitado como haciendo de “líder sustituto” de la house band del programa, Zevon anunciaba públicamente su enfermedad. “El mismo tipo de cáncer que mató a Steve McQueen”, apuntaba sin perder el humor típicamente suyo. “No ir al médico ni una sola vez en 20 años fue un error táctico, una de esas fobias que no dio resultados” agregó, siempre irónico. “Supongo que ahora sé cuánto se supone que debemos disfrutar cada sándwich”, remató. Su verdadera despedida, también ahí, vino con música. Tres temas “clásicos” suyos y el anunció de un último disco, su epitafio, su testamento. “Nada más espero poder vivir lo suficiente para ver la próxima película de James Bond”. Zevon se despedía del mundo por TV, pero prometía dejar un último mensaje.

"The Wind" (2003), grabado en un estado de inigualable efervescencia creativa, con el apoyo de muchísimos de sus amigos y colaboradores (Jackson Browne, Mike Campbell, T-Bone Burnett, Ry Cooder, Don Henley, Emmylou Harris, Jim Keltner, Tom Petty, Joe Walsh, Bruce Springsteen, Billy Bob Thornton, Dwight Yoakam y hasta su hijo Jordan Zevon), Warren logró el milagro de vivir lo suficiente para ver su publicación, el nacimiento de su nieto y –así es– la próxima película de James Bond (“Die another day”, vaya coincidencia). Peleando contra el tiempo y las molestias de su enfermedad, Zevon lanzó una joya a la altura de lo mejor de su carrera; con canciones delicadamente introspectivas, sin desesperación pero conscientes del inevitablemente cercano final, con toques de amor tierno y las infaltables iluminaciones caústicas. Momentos especialmente conmovedores aguardan en su cover de “Knockin’ on heaven’s doors” (a primera vista algo obvio, facilista y redundante, pero en este caso y contexto un bluff imposiblemente emotivo) o en la despedida de “Keep me in your heart”, a la que la palabra sublime no alcanza para describir, y que cierra un disco pleno de emoción.

La tarde del 7 de septiembre de 2003, un domingo cualquiera, Warren Zevon dormía la siesta cuando falleció. El incansable forajido cumplía su promesa: “Dormiré cuando éste muerto”.

Diez cosas que hacer en Denver cuando estás muerto

A cinco años de su muerte, a pesar de la casi decena de discos póstumos (entre homenajes, recopilaciones y excavaciones arqueológicas), Warren Zevon sigue siendo el ídolo de demasiado pocos. Admirado y versionado por músicos de todos los estilos y extremos, desde Bob Dylan hasta Kid Rock (¡Menuda forma de faltarle al respeto!), pasando por Adam Sandler y los Pixies, suponemos que es un tanto difícil acceder al trabajo y sentidos de Zevon, no exactamente herméticos pero sí trabajosos, aunque les aseguramos que el esfuerzo vale la pena, pues el que lo descubre ya no puede olvidarse de él jamás. Para bien o para mal. Y si hacen falta avales para animarse: ¿Cuántos cantautores pueden jactarse de tener a Bob Dylan entre sus fanáticos?

Un surfista que conoció a Stravinsky y fue criado “narcotizado” por las recetas caceras que su abuela ensayaba para “tranquilizarlo”, con mucha justicia se ha dicho que Warren Zevon es uno de los escritores estadounidenses más interesantes de la segunda mitad del siglo. Así entre sus seguidores contamos a Hunter Thompson, Paul Muldoon, Stephen King o Carl Hiaasen; escritores que supieron apreciar en sus letras un tremendo poder satírico, narrativo y de disección de la contemporánea “decadencia” yanki. Dueño de un humor tremendamente caústico, que le hace un maestro de la sátira escalpélica, sus canciones están llenas de acción y personajes ensamblados en un estilo puramente pulp, dotadas del poder cinematico para construir y resolver una escena (siempre magistral) en un puñado de minutos y con pocos versos. Sus baladas, delicadas pero escritas por un corazón inflamado, o su sempiterno uso de la muerte como un recurso creativo, son otros elementos no menos dignos de mención en la impecable obra de Warren Zevon.

Un auténtico estoico pero, contradictoriamente, también un hedonista incurable, Zevon es el cantautor más “posmoderno” de todos. Escribiendo desde la desesperación (abundante) del hombre de hoy, lanzándose en juegos metamusicales, bromeando con tramas de terror, reclamando la libertad de América, etc. Si Neil Young fue un poeta surrealista retro, Bruce Springsteen el líder populista de las masas urbanas, Bob Dylan el profeta camaleónico e inconformista, Warren Zevon se labró un lugar y un modelo propios, definitivos y trascendentes; suyo es el sitial del “Señor Mal Ejemplo”, el del iluminado al borde del abismo. Ahora, allá donde esté, sólo esperamos pueda disfrutar de su sándwich, que acá nosotros –sándwich o no en mano– tenemos excesivos motivos para el disfrute en su obra.

sábado, octubre 04, 2008

"Airamppo": Chichaventuras de un ociólogo


En un año tan rácano para la calidad del cine boliviano, y lo que es peor, tan chato y complaciente en sus propuestas, cualquier indicio de novedad –de contenido discursivo– tiene que ser celebrado. “Airamppo”, de lejos lo más interesante que se ha estrenado en Bolivia este año, tiene el rescatable deseo de pensarse un paso más allá del estrictamente atildado cine nacional, aunque se beneficia por el bajísimo perfil de su competencia "modelo 2008". Zarandeado entre el “cine de autor” (más copias y pastiches de éste que un genuino planteamiento de autor) y el cine mestizo-popular (cholo, neo-barroco andino, o como se lo haya venido llamando), lo que encontramos en este film es una obra a la que se le puede criticar todo menos la originalidad.

Aparentemente superado el problema original de nuestro cine gracias al formato digital, uno esperaría –ante mayores cotas de pulcritud técnica alcanzandas vía las escuelas de cine que existen en Bolivia– encontrar a los directores nacionales tomando más riesgos, innovando en la estética y lenguaje del cine nacional. Pero cuando la lobotomizante estupidez de “Día de boda” pretende hacerse pasar por una comedia “de masas” o “PsicoUrbano” quiere hacernos creer que Lynch filma así porque le gusta hacerse al rarito, tendemos a perder las esperanzas muy rápido. “Airamppo”, salvada la payasada de sus autores, que se comparaban con Kusturica o autodenominan “niños terribles del cine nacional”, apenas es la tercera producción nacional (¡En ya 5 años!) que se arriesga con una apuesta de ese tipo. Afortunadamente el lance parece haberles dado frutos.

A medio camino entre la docuficción y el cine suprarrealista, este film se empapa del espíritu etílico de nuestros ritos, pero no intenta epatar con ellos, sino demostrar la intensa convección de la fiesta en nuestra identidad. Presentándonos una Totora cercana, pero exacerbada en su sentido a contramano del devenir histórico –tanto que a momentos transita del realismo mágico al campechanismo celebratorio del ya mencionado cineasta serbio–, el “viaje” de unos sociólogos y artistas (hippies, o mejor jipis) citadinos a un telúrico (sin dobles sentidos) festival, será el pretexto para evocar desde el film aquellas borracheras que son todo un poema sensorial.

Claro que el foco acá no está en los “forasteros” y su epifanía chichera, tampoco en el pueblo como instancia surreal (arrebatada a los campesinos por la civilización propiciada por la tragedia), pero igualmente atrapada entre el mito y el olvido; sino en el festival como una entidad multitemporal y de realidades entrecruzadas –mucho como nuestro abigarrado país– y potenciadas por la bebida, sustrato en el que tanto el jipi como la cholita consiguen comulgar, o el jailón vividor puede mear junto al sufrido y arrepentido trosko. Esa intención es ya suficiente para que valga la pena ver “Airamppo”, olvidando las incoherentes cabriolas de sus egomaniacos directores (sus chodaliscas, etc.)

Pero no hablamos de una película perfecta, ni mucho menos. La puesta en práctica de las ideas arriba descritas dista de ser suficientemente efectiva. Evidenciando aquello, las partes “documentales” quedan mejor paradas que las narrativas o compuestas (“de ficción”); esto muy a causa de las actuaciones, que cuando dejan de ser naturales y se transforman en actuaciones, pierden mucha fuerza y prolijidad. Silverio Moro, interpretado por Carlos Soriano, por ejemplo, llega muchas veces a provocar lástima, pues al imaginar uno la forma en que fue utilizado –vaya uno a saber hasta que punto sabría él cuanto de la farra era “joda” y cuanto actuación– sencillamente se siente cómplice de esa “mala onda”, como también en las intervenciones de un Joel Harvey (el Gringo), demasiado inexpresivas y artificiales hasta para un gringo. No perdamos la oportunidad, sin embargo, de elogiar a la apuesta Carmen Julia Luján, cholita que hace palidecer a la siliconada Misk’isimi de la siempre repulsiva Carla Ortiz.

Pasando ya de las actuaciones a lo argumental, los momentos en los que se trata de crear un ambiente excesivamente místico, o incluso se intenta teorizar sobre el ser nacional y otras cuestiones similarmente trascendentes, la construcción fílmica flaquea mucho más, y resulta así imposible considerar las ridículas apariciones del Tío, de Pilato o de la Clepsidra como aportes armónicos al relato que se está desarrollando desde la banda “documental”. Ahí se puede observar que a los autores todavía les falta experiencia para alcanzar la homogénea contextura autoral de Fellini, por nombrar otra de sus referencias, que les permita unir y traslapar un mundo con el otro, usando los signos de un campo enunciativo en el otro.

Manteniendo desde “Evo Pueblo” el problema de un subtitulado (¿a propósito?) plagado de errores ortográficos, sintácticos, gramaticales, non-sequiturs, malas traducciones, etc., Miguel Valverde mejora aquí tremendamente como cinematógrafo (tarea que también desempeñó en la presidencial biopic dirigida por Tonchy Antezana), demostrando su identidad e impronta al emplear sus recursos –en la mayoría de los casos– con gran musculatura y clarísimas intenciones; pues salvo un par de filtros empleados en momentos innecesarios, los encuadres y el manejo compositivo de la cámara (como instrumento narrativo incluso) está bastante bien logrado, minimizando los lapsos de tedio visual o de delirio “videoartístico”. Lamentablemente no se puede decir lo mismo de la música, que exceptuando el tema principal (“Airamppo”, me imagino), pocas veces conecta y conduce lo que ocurre en la pantalla, enfrentándolo antes que completándolo. Claro que esto se perdona con la -acaso accidental- aparición de Maroyu en el "soundtrack" de una incidental farra.

Con bastantes clichés en los personajes (y algunos de los diálogos), con una deuda Kusturiquesca muchas veces más cercana al crimen que al homenaje, con un final al que convendría recortar unos minutos –en aras de mantener el hermetismo interpretativo y la fuerza narrativa–, con bravatas juveniles que los dejan bastante lejos de alcanzar eso que en los libros leyeron se llama “Teoría del autor”, Miguel Valverde y Alexander Muñoz, co-creadores del film, de entrada consiguen con “Airamppo” algo muy necesario en un cine que antes que referencias estéticas parece tener referencias estáticas. Sin la altisonancia pedante de Bellott y su “llamita”, Valverde y Muñoz articulan un notable ensayo cinematográfico sobre los modos de la cultura mestiza, desarrollando a partir de la fiesta (y con el bálsamo de la chicha como elemento comunicante entre lo real y lo onírico) la interesante idea del borracho como instancia narrativa superior del boliviano. Es más, al ser más genuino su abordaje, más cercanas a su realidad “chola” lo que pretenden presentarnos, no se produce un choque entre su propuesta estética “vanguardista” –en lo que respecta al cine como forma– y sus incursiones estéticas en lo mestizo-popular, alcanzando más bien una envidiable consonancia con el imaginario “cholo”, sin contradecir su riqueza léxica. Así les alcanza para firmar una película estéticamente innovadora, de cine cholo, pero sin caer en el facilismo de “Sena Quina” o la afectada vacuidad de “¿Quién mató a la llamita blanca?”. Ese es un logro mayúsculo que no podemos dejar de resaltar en “Airamppo”.

De cualquier modo, me parece por lo menos gracioso que esta película (acaso la más “interesante” del cine boliviano, en el plano narrativo y estético, en varios años) haya sido defenestrada por los mismos periodistas que usualmente adoran todas las películas nacionales (no se menosprecie el hecho que muchas de sus críticas vienen por los experimentalismos y temáticas aquí presentes), y que han aborrecido públicamente ésta, mientras los críticos (digamos personas con un criterio cinematográfico medianamente formado) la han celebrado con más o menos ambages. ¿Y el público? Me imagino que escasísimo, pues la película no duró ni cinco días en cartelera. Frente a “Airamppo” y su intención de hacer y decir algo distinto tenemos el abrumador éxito de “Día de boda”, o de la misma “Llamita blanca” y su autoindulgencia fallida. Creo que estamos todavía a tiempo de preguntarnos si es que nos podemos seguir permitiendo este tipo de “caprichos burgueses”, o si es que algo extraño está pasando entre nuestros gustos e imperativos canónicos. Mientras esa definición no termine condenándonos a ver eternamente las iteraciones de la genial obra de Rodrigo Ayala Bluske, no tendría que haber problema. Al final, si lo que queremos es chicha, siempre habrá chicha de todo tipo y estilo.

domingo, septiembre 07, 2008

“La Cacería del nazi”: Esta no es una película nacional


No, ésta no es una película nacional. Ni siquiera una película francesa. En rigor, es un “telefilme” producido por el célebre Canal Plus francés, que se filmó parcialmente en locaciones bolivianas, con la participación de técnicos y actores bolivianos, como también de algunos alemanes. Decir más que eso –o dedicarle una reseña “cinematográfica” al telefilme– sería tan ridículo como organizar una rimbombante (y costosa) serie de premieres nacionales (y en cines) para una película hecha solamente para la televisión. Así que, ajustados todo lo posible a la realidad, a continuación comentamos brevemente “La cacería del nazi”, telefilme del que ya veníamos hablando en líneas superiores.

Sin desmerecer en absoluto la participación boliviana en una producción internacional (¡Ay el chauvinismo!), que nos arroguemos la copropiedad de un telefilme de estas características es como que los japoneses se crean ahora co-autores de los BMW porque les ponen el motor, o que los chinos subcontratados por la Mattel nacionalicen a la Barbie (sin dobles sentidos por su "tocayo" Klaus). Sin embargo, al margen de toda esa polémica, queda la certeza que “La cacería del nazi” es una película muy endeble, con algunos grandes actores pero actuaciones minúsculas, con abundantes recursos para la producción de campo pero sin suficiente coherencia narrativa, fotografiada con sobriedad y eficiencia exageradas para una película “en pantalla grande” y tristemente esquemática en lo que a la contextualización y desarrollo argumental se refiere. En efecto, desechable y mediana como cualquier película hecha para la tele. Pero, y este es un pero muy grande, sorprendentemente precisa en lo que a la reconstrucción del hecho histórico se refiere.

A pesar de compartir algunos vicios “típicos” de la producción audiovisual nacional, acá los problemas difícilmente son adjudicables a los bolivianos, que en el plano técnico consiguen una admirable uniformidad estética entre las escenas filmadas en Europa y aquellas registradas en Bolivia. Quizás el único problema pueda ser, y esto nuevamente tiene que ser culpa del director, cierto aire naif/exótico en las escenas rodadas en nuestro país, que están a tono con muchas de las referencias fílmicas hechas sobre Latinoamérica desde fuera del continente; sempiterno sesgo que ha resultado muy difícil de erradicar, dado que para ello habría que “re-educar” a varias generaciones de audiencias extranjeras, que tal vez todavía creen que hay pollos correteando por las callejuelas de Quito, La Paz o Monterrey. Proverbiales en ese sentido son las secuencias ambientadas en Lima (La Paz realmente) en las que hasta escuchamos una insidiosa tonadilla de zampoñas, calcada de las que se escucharía en "Scarface" o "Commando". Con esto en mente, y como excusa, producir un telefilme en el que Bolivia apareciese como “realmente” es, podía resultar cuando menos desconcertante para las masivas audiencias de un producto de esta naturaleza.

Respecto a lo narrativo, “La cacería del nazi” presenta un arco más bien chato, en el que los tiempos dramáticos se manejan escasamente (salvo una o dos pequeñas escenas, jamás se crea “suspenso” en el telefime, aunque esto puede someterse a una segunda opinión, tomando en cuenta los cortes publicitarios que existen en la TV), la resolución del conflicto –si bien emotivamente intensa– también deja varios cabos sueltos, persistentes a lo largo de toda la “cinta” (por ejemplo, el embarazo de Beattie Klarsfeld es casi una nota al pie que detectamos apenas por un par de menciones directas, un vientre súbitamente crecido y un bebe apareciendo de pronto en escena), además del pobre desarrollo de personajes, que presenta severas falencias, pues entiendo que los bolivianos hayamos abrazado fácilmente a Gustavo Sánchez como nuestro “héroe” en éste telefilme, pero parece que la intención original de los realizadores fue proponer como protagonistas a los Klarsfeld, que siendo probablemente muy conocidos en Francia, no consideraron necesario “redondear” como personajes, error que hace que en un contexto como el nuestro, terminen bastante opacados; pudiéndose todos los problemas anteriormente señalados atribuirse a una guionización extremadamente leve, si bien pedir ese tipo de “sutilezas” a un telefilme es quizás un exceso.

La presencia de actores bolivianos nos obliga a hablar puntualmente de las actuaciones, que son en general correctas, muy apegadas al mínimo, rozando la transparencia en el caso de Yvan Attal (Serge Klarsfled) y la sobreactuación templada en el de Hanns Zischler (Klaus Barbie); y aunque las actuaciones nacionales no son estrictamente malas, en muchos casos queda en evidencia cierto grado de amateurismo, explicitado en muchos manierismos, impostaciones y tics, que saltan dolorosamente a la vista cuando –por citar un ejemplo– Fernado Arze, el asistente de Klaus Barbie, comparte escena con Zischler, dando por resultado algo similar a lo que sucedería de poner al Wilster a jugar la Champions League, aunque tampoco lo de los europeos es tan excelente como para llamar a la vergüenza. Ah, no olvidemos a Jorge Ortíz, el "hombre totem" del cine nacional, nuestro factotum, que en este caso aparece -como siempre- haciendo de él mismo, pero esta vez en versión "malito".

En fin, una película que se pensó para la tele pero tuvo destino cinematográfico en el país donde fue filmada, “La cacería del nazi” tiene la gran virtud de contar una historia que indudablemente merece ser rescatada, y lo hace con un rigor y apego histórico encomiables. Es en lo “cinematográfico” donde nos encontramos con numerosos escollos y aristas, que nada tienen que ver con la historia en cuestión, sino con las intenciones y capacidades de los guionistas, del director y actores que participan en ella. Con momentos ridículamente improbables (¡Funcionarios públicos contestando en francés!), otros bastante mejor logrados (la captura y expulsión de Barbie), si saltamos la calidad cuasitelenovelesca de algunas de sus partes (y guión), la pésima calidad de proyección, la total falta de modestia con la que se la presentó –vía premier de gala y con la atontada venia de la prensa–, “La cacería del nazi” nos da suficientes motivos para olvidarla pronto, intentando no hablar demasiado mal de ella. No vaya a ser que por eso ahora se les ocurra decir que soy nazi.

miércoles, agosto 27, 2008

Escándalo en la blogósfera

Aunque este post no es del todo actual (lo escribí ya hace unas semanas), considero importante que no se deje de hablar del affair blogsbolivia. De antemano, pido disculpas por la redacción apresurada: hay veces en que el mensaje del texto importa más.

Desde hace unos días sigo el debate más acalorado en la blogósfera boliviana del que he tenido noticia. Todo comenzó cuando Sebastián Molina y su equipo decidieron "crear" un nuevo blog de blogs llamado blogsbolivia.com, paralelo y homónimo al metablog que todos conocemos, blogsbolivia.blogspot.com. Para algunos blogueros, se trató de una flagrante violación a las reglas mínimas de convivencia de la blogósfera. Para otros, se trató solamente de otro emprendimiento de Sebastián Molina.
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Pero vayamos por partes. En opinión de varios blogueros (entre los que me incluyo), el que Sebastián Molina y su equipo hayan elegido el nombre de un metablog ya existente para su "nuevo" metablog es una falta de ética, falta que en otros lugares se conoce como plagio y que en la blogósfera se conoce como cybersquatting. Como resume muy bien Ego Ipse (Daniel M. Giménez), lo que sucede es que:
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"BlogsBolivia.blogspot tiene una posición de prestigio y reconocimiento gracias al trabajo y el tiempo invertidos por los responsables de este metablog (Almada y El Forastero), blogsbolivia.com, al llamarse exactamente igual, se apropia de ese prestigio y del trabajo cristalizado en este metablog".
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En mi opinión, nada les hubiera costado a Sebastián Molina y su equipo ser un poco más creativos o, en todo caso, copiar con mayor tacto (blogsbolivianos.com no hubiera estado mal).
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Frente a estas críticas, Sebastián Molina y su equipo se han limitado a decir que el dominio les pertenecía desde hace ya más de dos años y a recordar que hubo en el pasado un proyecto de un blogsbolivia conjunto que quedó trunco por falta de acuerdo con los administradores del primer blogsbolivia.
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Creo que yo que aunque esto muestra las buenas intenciones del proyecto, no atenúa el plagio ni el cybersquatting, pues esta falta ocurre cuando alguien compra un dominio que contiene el nombre de una marca famosa y lo usa para negociarlo (por lo general a un precio exorbitante) con el dueño de la marca. En este caso, Sebastián Molina adquirió el dominio blogsbolivia.com sabiendo que había ya un metablog con ese nombre y luego intentó intercambiárselo a los administradores por un banner (no hay demasiada mala fe en esto, pero tampoco hay buena fe).
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Pero las cosas se complicaron más cuando se salieron a la luz dos aspectos más del affair: primero, blogsbolivia.com es un proyecto del Laboratorio Digital de Cepad, avalado por la Prefectura cruceña y que, en último término, reporta ingresos a sus creadores. Nada de esto se informó a los nuevos miembros de este metablog (está bien, lo de los salarios podían no decirlo, pero lo de los auspicios?). Esto molestó bastante a algunos blogueros. A esto, Sebastián Molina respondió diciendo que la Prefectura cruceña no es la única entidad pública que apoya a CEPAD.
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Segundo: no quedó claro si el primer blogsbolivia traspasó o iba traspasar parte de las bases de datos de sus miembros al segundo blogsbolivia. Aunque pueda parecer que esto es una nimiedad, no parece adecuado compartir los datos de terceros sin pedirles si autorización. Todo esto pudo haberse aclarado fácilmente, pero los llamados a aclararlo permanecieron en silencio.
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Hasta aquí, he tratado de resumir lo más importante de la discusión, que más de una vez se convirtió en una serie de ataques personales, ya a Sebastián Molina o a Ego Ipse, y terminó muchas veces desviada hacia otros temas. No está demás recordar que no se trata de atacar los emprendimientos de Sebastián Molina, muchos de los cuales son sin duda loables, si no de buscar que se discutan los puntos mencionados arriba: ¿se trató o no de cybersquatting?, ¿se escondió o no información sobre el proyecto de blogsbolivia.com a sus miembros? y, finalmente, ¿qué sucedió en realidad con los datos de los miembros del primer Blogsbolivia?.
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¿Cómo resolver este entuerto? A corto plazo, creo que un cambio de nombre o un acuerdo entre los administradores de ambos metablogs podría ayudar. A largo plazo, comenzar a pensar en algunas reglas de convivencia en la blogósfera podría evitarnos este tipo de roces y conflictos.
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Particularmente, me quedo con la impresión de que en la blogósfera el diálogo sustantivo escasea, de que nadie se pasa el trabajo de contestar argumentos con argumentos... Véase por ejemplo la defensa de Sebastián Molina publicada en su blog: todos los comentarios al respecto parecen haber sido borrados (yo, por ejemplo, dejé uno ayer y hoy no aparece). Ni modo, repetimos viejas prácticas en nuevos terrenos.
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Si quieren seguir la discusión entera, hagan click aquí.
Si quieren leer la defensa de Sebastián Molina, hagan click aquí.
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PS (1): Si quieren firmar la petición para que el affair blogsbolivia se discuta en Bloguivianos, hagan click aquí.
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PS (2): En una de sus intervenciones en la discusión citada arriba, Fidelio mencionó que en Bolivia el ente que se encarga de regular las prácticas relativas a los dominios en internet es la Agencia Para el Desarrollo de la Sociedad de la Información. Quizá podríamos escribirles para poder obtener su criterio respecto al affair blogsbolivia (quizá no, claro, por eso es importante saber su opinión).

martes, agosto 12, 2008

Isaac Hayes: Hot Buttered Soul

Soul sexy y elegante. El Moisés Negro, alma de Stax como Marvin Gaye lo fuera de Motown, Isaac Hayes (1942 – 2008) fue el corazón del sonido refinado pero sensual en que derivó el funk sureño. Menos interesado en la intensidad del R&B y más bien apuntalado en el soul y el pop, lo que Hayes creó fue un híbrido musical abierto a sonoridades sinfónicas y arreglos pomposos pero jamás obtusos. La actualización y materialización de lo cool, del ancestral groove que late en la música afroamericana.

Probablemente más recordado por haber sido uno de los padres del género Blaxploitation, esa especie de deconstrucción camp-posmo del universo urbano "negro", efectivamente sentó las bases musicales y estéticas para tal estilo (la cota de malla dorada que usaba sobre su torso musculoso, su calva y barba tupida, etc.), pero su aporte va mucho más allá de la obvia sombra de "Shaft". Docenas de discos y centenares de canciones, compuestas para Otis Redding, Barry White, Sam & Dave, entre otros grandes del soul, así como las “apropiaciones” de standards de Burt Bacharach o Jerry Buttler, que pasaron definitivamente a manos de Hayes y por su conducto se transformaron en activos perpetuos del soul.

Pianista extraordinariamente dotado para la conducción rítmica y un compositor sublime, dueño de un imperfectamente sugestivo registro vocal, además de actor y doblajista, con Hayes –figura mayor de la música negra por donde se lo vea, incluso entre los que no le perdonan el haber tenido “algo que ver” con el surgimiento de la música disco– perdemos tras su partida un icono de una época (y una música) en la que, apenas un poco, quisimos acercarnos a esa tierra prometida donde los cayados y los mesías no tienen color. Isaac Hayes ya nos está esperando allí.

miércoles, agosto 06, 2008

Tiempos modernos

El dramaturgo francés Alfred Jarry presenta en su transgresora obra "Ubu Rey" una línea que, además de inspirar a varios movimientos artísticos surgidos a partir de la Patafísica, iba a convertirse en una suerte de llamado a la constante innovación en todo ámbito. No lo habremos demolido todo si no demolemos incluso los escombros, refunfuñaba el siniestro Padre Ubu. De esa forma Jarry planteaba, a finales del siglo XIX, que el único camino a seguir para estar en constante evolución era la destrucción absoluta de lo antes creado.

A pesar de que Jarry creó su obra consagratoria en Paris cuando la Belle Époque estaba en su mejor momento, eso no significa que siempre fue un habitante más de la ciudad de las luces. El padre de la Patafísica provenía de uno de los lugares más olvidados de Francia: Laval, un pequeño pueblo cercano a Normandia que actualmente no sobrepasa los cincuenta mil habitantes y en aquel entonces no era más que un puñado de familias asentadas en una precaria aldea. Aún con la desventaja geográfica, Alfred Jarry logró llevar su genio para explotarlo al máximo en un lugar hambriento por artistas de vanguardia como era la capital francesa en esos años. Esta es una de las abundantes pruebas de que no necesariamente los personajes que cambiarán el curso de la historia o la cultura surgirán de gigantescas urbes, como suele pensarse.

Es así que una de las más grandes innovaciones que iba a experimentar la música antes de ingresar en la década de los ochenta vendría también del lugar menos pensado. Cleveland, Ohio nunca ha sido una potencia a la hora de exportar artistas, aunque la ciudad se enorgullezca en ser la cuna de Jerry Siegel y Joe Shuster, creadores de Superman, Harvey Pekar, padre de la maravillosa serie "American Splendor" y de la cantautora afro americana Tracy Chapman. Es innegable que aparte de los iconos representativos de un condado posiblemente existan otros que se mueven por circuitos menos mainstream y que a la larga lleguen a convertirse en figuras de culto en su propio entorno. Pero sucede también que algunos rezagados suelen ascender hasta lograr establecerse en círculos más amplios, obtienen -aunque usualmente mucho tiempo después- el reconocimiento de propios y extraños, y terminan revolucionando por completo un sitio que hasta entonces era uno más del montón. Pere Ubu es la banda que puede jactarse de haber puesto a Cleveland, y Ohio por igual, en boca de todos y en el mapa cultural.

Pere Ubu es sin lugar a dudas una de las bandas más innovadoras y creativas de los últimos treinta años en la música americana. El uso de un lenguaje cínico, mordaz, insultante y lúcido a la hora de escribir sus canciones, así como también el apropiarse de un gran número de géneros musicales a partir de una base netamente punk, sin olvidarnos de la genialidad del cantante David Thomas -quien utiliza un sinfín de gemidos, gruñidos y gritos como instrumentos vocales- hacen de este grupo uno de los más influyentes en el art rock, o art punk como fueron catalogados después, y por primera vez ganándole a una banda tal título desde la Velvet Underground. Si bien no tienen el mismo reconocimiento que los neoyorkinos, el rol que jugaron los surgidos en Cleveland a finales de los setenta con el lanzamiento en 1978 de The Modern Dance al juntar el ya decadente y moribundo punk con otros elementos y estilos, convirtieron a este disco en una de las piezas fundamentales para el desarrollo sonoro de los ochentas. Como planteaba Jarry en su consagratoria obra, Pere Ubu destruyó lo convencional y expuso su versión de cómo tenía que sonar la nueva década. Sin The Modern Dance probablemente nos hubiéramos quedado sin mucha música salida de lo más profundo del octavo dígito del siglo pasado.

Sin dar lugar a ninguna calma, el disco inicia con un tono bastante agudo, producido por feedback de guitarra para que luego arranque Pere Ubu con toda la potencia que ofrece “Nonalignment Pact”, tema que abre el álbum, y es una de las canciones más recordadas de la banda. El ritmo punk de la batería, un persistente bajo, riffs de guitarra que transportan a los primeros años del rock & roll y un sinfín de sonidos creados con la voz de David Thomas, crean un extraño aura que persistirá a lo largo del LP. Es más, a partir de un comienzo tan violento, los ritmos se van dispersando por varias direcciones y cada vez se tornan más experimentales y poco ortodoxos, introduciendo elementos sonoros que nunca antes habían coqueteado con el punk americano. Y ese es uno de los grandes aportes de Pere Ubu: llevar al plano musical lo que Jarry hizo para en el teatro.

En este caso las coincidencias no son accidentales. La relación entre la banda americana y el dramaturgo francés van más allá del nombre, es decir de compartir el nombre un personaje creado por el escritor. Jarrry se había declarado desde temprana edad en una absoluta rebelión frente a la totalidad de la simpleza y Pere Ubu tomó muy en serio la rebeldía de su alma mater haciendo de cada composición que conforma su primer LP una pieza inigualable, que partiendo de muchas fuentes musicales como el rockabilly, free jazz, punk y algo de sintetizadores sentarían la base para que surja el material de futuros grupos como Sonic Youth o el movimiento No Wave. Además el contenido lírico es sumamente cuidado y la propia construcción de las canciones es, en partes, un homenaje a la centenaria obra "Ubu Rey". Desamores, paranoias, represiónes gubernamentales, angustias y depresión son los temas que recorren "The Modern Dance" con esa característica visión sarcástica, oscura y siniestra que comparte David Thomas, cerebro de la agrupación, con el padre de la Patafísica.

El disco cierra con temas cada vez más abstractos y de una oscura construcción lírica. La influencia de un cocainómano free jazz y vajilla en proceso de destrucción presentan una nueva forma de hacer música. Experimentar con el siempre recordado segmento de "European son" y agregarle improvisaciones de cuerdas y vientos que bordean la locura no hacen más que corroborar la genialidad de una banda que supo utilizar todo el conocimiento adquirido a través de otros grupos para sintetizarlo y así crear unas singulares piezas adelantadas a su tiempo.

Resulta increíble que un solo disco haya hecho tanto en incontables ámbitos, pero por muy irreal que suene, lo hizo. Luego de The Modern Dance surgieron en Ohio grandes bandas de New Wave en los ochentas como The Cars, Devo o The Waitresses y posteriormente la máquina de furia de Trent Reznor llamada Nine Inch Nails. Además el primer trabajo de Pere Ubu sirvió de empujón final al naciente noise y al venidero indie rock. La mezcla entre dos géneros musicales tan antagónicos ayudó a futuras generaciones a sentirse libres de experimentar con los estilos que les plazca por muy dispares que sean. Es más, la influencia de Pere Ubu continúa vigente incluso treinta años después, así como la obra maestra de Jarry sigue siendo tan brillante como lo fue hace ciento doce. Ambos dejaron una huella imborrable partiendo de hacer lo que les parecía sin importar lo que piensen los demás. Los resultados no fueron negativos y los dos por igual dejaron al mundo con una palabra que resumía el asombro que había surgido al presentar sus creaciones: ¡Mierdra!

martes, julio 29, 2008

La sobrina de Julio Barriga


Me habían dicho que Julio Barriga era un poeta punk. También había escuchado de su amor por Bob Dylan, por Genet o Huysmans –escritores ellos en los que eso de “ser poeta no para escribir versos” se hace tan cierto–; supimos igualmente de sus "Versos perversos" y de los celebradamente desaforados volúmenes de aforismos que ha publicado –deliciosa pero escasa muestra de una cosecha enorme, que cotidianamente circula sus conversaciones–, por lo que la oportunidad de presentar su reciente poemario "Cuaderno de sombra" en Cochabamba, era un honor y una estupenda oportunidad para conocer de cerca al gran poeta tarijeño. Así fue que nos complació acompañar a Barriga durante su breve pero “anárquica e invariablemente espirituosa” estadía en nuestra ciudad.

Es éste último libro suyo el que mayor atención ha merecido, tanto del público como de sus pares literarios (vinosaurios y pupilos por igual), y no ha faltado el que se animó a ubicarlo como su “primer (gran) libro”, ignorando los cinco que publicó previamente el tarijeño. Efectivamente se trata de un trabajo que encuentra a Barriga consolidado y finalmente dispuesto a aceptar su rol como poeta y heredero de Roberto Echazú –desparecido escritor tarijeño, amigo del de Cinti y uno de los mejores vates que tuvo Bolivia–, y que cuya ausencia otorga aún mayor complexión poética al libro. Pues por Barriga, y con Barriga, Echazú alcanza –diría D.H. Lawrence– “esa exquisita finalidad, esa perfección que pertenece a todo lo lejano”. "Cuaderno de sombra" también es el primer libro editado por un prometedor emprendimiento literario nacional: Editorial “El Cuervo”, dirigida por Fernando Barrientos, quién ha declarado que ésta novel casa editorial nace y se formaliza a partir de la idea de publicar "Cuaderno de sombra", primero, exclusiva e ineludiblemente, haciendo del proyecto una “bestia de dos cabezas”; pues era imposible, dice Barrientos, pensar en la editorial sin el libro de Barriga, pero ya hoy lanzado ésta va por mucho más, precisamente gracias al sentido adquirido al atravesar aquel umbral de la mano de "Cuaderno de sombra". Entonces, a continuación presentamos algunas percepciones –una simple lectura– del último poemario de Barriga, que fuera presentado en nuestra ciudad el pasado jueves 24 de julio y que compartimos con ustedes ahora.

Y aunque no es ni Kathy Acker ni John Cooper Clarke –es ridículo traerlos a colación ahora, mas esto de “poeta punk” obliga– creo es más lógico (aunque tal vez no menos aventurado) encontrarnos con Barriga desde la letra de “Walt Whitman´s niece”, una gran canción de Woody Guthrie que supieron completar los estupendos Wilco. Dueña de una imprecisión poética tan simple como potente, me suena definitivamente a Julio Barriga y (algo de) su obra, y me sugiere incluso el título para el presente comentario. Y puede no ser un despropósito tan grande unir a Whitman con Guthrie con Barriga y Wilco (también he sentido a Barriga con su “Handshake drugs”, pero ese es otro asunto), pues el puente entre todos estos poetas/músicos/artistas está en Bob Dylan, quien sabemos inspira también al tarijeño, y que late en múltiples formas (metatextuales como textuales) en sus versos. Esto es evidenciable en "Cuaderno de sombra" en aquel poema que comienza diciendo “déjenme ésta forma de estar/como si no estuviera”, como en varios otros pasajes del mismo libro. Excusada esta licencia, continuemos con la lectura.

“Ser poeta como una forma que te ofrece/ la vida de no ser en absoluto” escribe Barriga, encontrándose –tal vez– con el Thoreau que decía que “El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo sin tener nada que hacer.”, asentando al mismo tiempo el espíritu de éste su poemario, que vuelve incansablemente sobre la idea de la poesía y el lugar del poeta; describiendo el “método” de su escritura y la razón por la que se ha lanzado en este camino: “Un extraño día en Julio/ cuando tan sólo podía volverme loco/ tallando la sonrisa de la felicidad imposible.”. Igualmente rondando la idea del poeta y su “musa solitaria”, Barriga sigue buscando su telos como un ejercicio de soledad (“Solo en la posesión de mi abandono”), y consigue conjugar el silencio de Echazú con su propia y sempiterna soledad, pues ya ambas se han convertido en una sola cosa, la misma y completa expresión poética de un anhelo común: “Roberto, enséñame a existir./ Mi cueva de Platón es distante de la tuya/ tu mueres mientras yo ambulo y peno/ y tu ambulas y penas y yo muero.”

Un rumor epicúreo (“coronadas de ortigas volubles cori feas”) discurre ahora con naturalidad por los versos de Barriga, que fue forzado al silencio durante mucho tiempo, pero que en el maestro Echazú encontró que el doble aislamiento de su silencio (soledad) era el valor poético que ningún otro encontraba. Esclarecedores en ese sentido resultan estos versos: “el ejercicio de la soledad consiste/ en ir allá donde tus pies te lleven/ y el frío que te permite/adéntrate más en ti y concentrarte/ más cerca de tu núcleo/ ver la peligrosa abstracción en que se convirtió tu vida/ pasearse entre la gente/ ser uno más de ellos/ o tener la ilusión de ser uno más de ellos”. (**ellos**, de quienes diría Barriga en algún otro poema suyo: “seres implacables e imbancables a los que ahora solo puedo visitar en sueños de los que me despierto gritando”). O, “Quedé congelado en la distancia/ entre aves que antes habían sido peces/ seres entre los peces y las aves/ mirándolo todo despiadadamente/ mientras grandes copas se entrechocan en las alturas/ yo soy esclavo de mi metodología.”, fragmentos ambos que confirman una forma de pensarse que ya es categórica en el corpus poético de Barriga.

Es, resonando en ésta frecuencia, que podemos encontrarnos al Julio Barriga “punk”. Y como cualquier intento por sugerir la existencia de tradiciones parnasianistas en Bolivia es un mal chiste, podemos entender en Barriga esa actitud “punk” como el uso característico de una estructura poética usualmente esbelta, sobre la que inserta giros y modos plenamente “antipoéticos”. En el enfrentamiento de una poesía “como medio de ambición”, contra lo (malamente) pop o light que se ha escurrido en el arte poético. “Siempre me las he arreglado/ para llevar una vida de mierda: poesía que no labra/ mansiones de la pureza”, dice el mismo Barriga que en algún otro poema admite estar teniendo “mucho rock&roll con la misma camisa”. Versos “siempre huyendo cinco metros/ por delante de las resacas” o la intención inclaudicable por insertar entre sus poemas lo dicho por otros, de acoplarles a los mismos salidas y resoluciones no esperadas y preformadas a partir de ecos populares, su deseo de conectar afanes aforísticos con sentencias de humor frontalmente sugerido, la voluntad de hibridar su poesía con slogans y rimas en las que se juega el sentido antes que la sonoridad, en formas que aspiran a lanzarse contra la poiesis antes que confluir hacia alguna métrica o canon, hacia algún centro formalista, etc.; a Barriga lo tenemos, demasiado a menudo, recitando mientras se pelea con la tecnología, las madrugadas y los códigos. Y todo eso, está clarísimo, lo hace un “poeta punk”.

Desde una poética cuya voz abandona la autocéntrica definición que tiende a mostrarla como un implacable solipsismo, Barriga le escribe a La Paz y Tarija como solamente Auden (que fue inglés y americano, a la vez que ni una cosa ni la otra) consiguió hacer, pero en su caso del de Yok con la lengua inglesa como un todo, pues es Julio Barriga “paceño y tarijeño” a un solo tiempo –sin ser, tampoco, ninguno de los dos–. La pujanza de la ciudad alcanza un gran protagonismo en sus versos, que aparentemente es sólo posible cuando ésta –la urbe como presencia conceptual– demarca lo real pero evoca y proyecta más que eso; como cuando John Fante y Rimbaud se pusieron a boxear, en un juego sutil y complejísimo pero difícilmente denostable. “El lugar donde exudo arañas/ y escribo caminando/ o en los colectivos” sentencia Barriga, que lo mismo nos sitúa con sus poemas en Pilaya que en La Pérez.

“Después de un par páginas, ahí estaba/ toda la noche, tendidos y escuchando/ y olvidando los poemas/ Nos había dicho que era sobrina de Walt Whitman/ pero no qué sobrina./ Hace falta una noche y una chica/ y un libro como éste/ y un largo, largo tiempo, para encontrar el camino de regreso.” Woody Guthrie dejó a Wilco algunas de esas líneas en la ya mencionada “Walt Whitman´s niece”, “La sobrina de Walt Whitman”. Al rescatar su oposición y completitud conceptual respecto y a partir de (desde y hacia) su maestro Roberto Echazú, Julio Barriga se (re)asume como poeta y se enfila nuevamente en esa senda de la que muchos fueron descarrilados por incontinencia –ojala tal sea sólo un risible pecado de juventud– o por la irregularidad del que se ha extraviado irremediablemente. Así y aquí, por el contrario, Barriga decide acercarse a la caverna del “Héroe del Silencio”, Echazú. Y esto nos permite celebrar todavía con mayor regocijo el haber recuperado definitivamente a Julio Barriga, quien de paso está atravesando ahora mismo su mejor forma poética.

Dice Humberto Quino que Barriga nos adentra con sus versos en el perdido reino del lenguaje aniquilado por la revelación. Evidentemente, lo aseguraba ya Alberto Caeiro al decir que el único sentido oculto de las cosas son las cosas, la poesía es inevitablemente aniquilada por la revelación, porque el lenguaje hace que el “doble existir” no sea necesario: decir lo ya sucedido no lo existe. Pero esto no es algo sencillo de observar ni de recrear, menos desde el campo poético, en el que abunda el deseo de imperar con la tozudez del que se conmueve cuando ve el agua corriendo por el suelo inclinado. Decía en tal sentido Valéry que el poder del verso nace de la indefinible armonía que existe entre lo que dice y lo que es. Y es esto en Barriga doblemente innegable, pues al contrario de lo que sugería Yeats, no tiene él que elegir la perfección de la obra o de la vida, elegir entre ser un poeta o escribir versos. Él posee la salvaguarda imposible del que, en un extraño día de Julio, juega con los dados cargados de la nada.


miércoles, julio 09, 2008

En defensa de César Brie

“… en todos los pueblos que han vivido sofocados por una esclavitud de siglos, pervive el odio teológico a la inteligencia y el terror jesuítico al pensamiento libre. Se necesita ser un apasionado de las ideas y de la verdad para atreverse a pensar libremente—y escribir—en semejante medio.”
Carlos Medinacelli (1899-1949)


Todavía me cuesta creer que César Brie, el ayer aplaudido y aclamado director del afamado Teatro de los Andes, uno de los pocos artistas que viven en Chuquisaca reconocidos nacional e internacionalmente, que ha llevado en alto el nombre de nuestro país por el mundo y que era hasta hace no mucho tiempo considerado hijo pródigo de la Ilustre Ciudad[2]; sea hoy atacado, acusado y amenazado de la manera más ruin y procaz.

La razón es por todos conocida: además de escribir algunos artículos en los que denunció el régimen de intolerancia imperante en la Ciudad Blanca, Brie se atrevió a narrar con detalle el atropello ocurrido el 24 de mayo en el documental Humillados y ofendidos junto a Pablo Brie y Javier Horacio Álvarez. Allí mostró, entre otras muchas cosas, que la agresión que sufrieron los campesinos e indígenas chuquisaqueños no fue solamente un acto de violencia política, sino que tuvo un fuerte componente de violencia racial[3] y, quizá más importante aún, señaló la responsabilidad de más de uno de los miembros del Comité Interinstitucional en estos hechos aciagos. Más que ninguna otra cosa, Humillados y ofendidos denunció la actitud de una parte importante de la ciudad que no quiso o no supo repudiar con suficiente fuerza lo sucedido aquél día, ya porque tácitamente apoyó lo ocurrido o bien porque sintió miedo de disentir públicamente en una ciudad donde ya no es posible pensar diferente (de ello da fe, por citar sólo un ejemplo, la golpiza que recibió recientemente el diputado oficialista Wilber Flores).


En palabras de Brie:
[Vi] una multitud enfervorizada y ensañada, agresiones a inermes, miembros del Comité Interinstitucional dirigiendo las personas en el estadio, uno de ellos riéndose mientras ve cómo arrean y golpean a los campesinos. También se escuchan voces defendiendo a los vejados[4].

¿Se le ataca por esto? ¿Es su denuncia una “injusta y desleal actitud (…) contra la población de Sucre”[5]?

La primera acusación contra Brie raya en el cinismo y la ignorancia, pues se le acusa de haber “montado” las escenas de Humillados con el fin de, primero, mostrar a Sucre como una ciudad racista y retrógrada y, segundo, responsabilizar de los hechos a los miembros del Comité Interinstitucional. Baste decir en defensa de César Brie que muchas de las más crudas y reveladoras secuencias de Humillados son tomas completas y que aún exhibidas individualmente o en distinto orden provocarían el mismo repudio e incriminarían a las mismas personas[6] (y si los enemigos de César no están de acuerdo con esto los reto a demostrar lo contrario). Para sus enemigos, las indignantes escenas de palizas y abusos son sólo “teatro oficial”[7]. César Brie no niega que Humillados es su versión de lo ocurrido; frente a ello, sin embargo, sus detractores no han sido capaces de narrar de otra manera la historia del 24 de mayo. Por poner sólo un ejemplo, no han sido capaces de encontrar en las varias grabaciones a los supuestos infiltrados masistas a los que se refieren constantemente, ¿tendremos que pensar que César Brie los borró recurriendo a efectos especiales?

Los acusadores de César Brie lo llaman “enemigo de todos los sucrenses”, cuando éste dice más de una vez en sus textos que hay sucrenses que no son partidarios ni del terror, ni de la violencia ni de la intolerancia, y que el 24 de mayo varios de ellos intentaron defender a los indígenas (“También se escuchan voces defendiendo a los vejados”). Al final de Humillados se escucha el testimonio de un joven que dice que dice “[ellos] no son gente del pueblo (refiriéndose a los agresores), nuestra gente ayer decía “basta”, no humillen a nuestros hermanos campesinos, no humillen al que piensa diferente, no hagan esas barbaridades, esas atrocidades…”

Sostienen sus calumniadores que César Brie está completamente parcializado a favor del MAS. Aunque las inclinaciones políticas del artista son conocidas (y esto no debería ser motivo de condena alguna), él ha sido enfático al sostener que en lo sucedido en Sucre tanto en noviembre como en mayo tiene también responsabilidad el Gobierno. No puede explicarse sino que sostenga que “los errores del gobierno y su escasa vocación democrática han colaborado a popularizar este fascismo”[8] (refiriéndose al clima de intolerancia y agresión reinante en Sucre). Sus detractores fundan sus acusaciones en que Humillados y ofendidos fue transmitido solamente por Televisión Nacional (salvo en Sucre, donde fue censurado), César Brie responde que envió el documental a cuatro televisoras y que sólo ésta accedió a pasarlo.

Los que atacan a César Brie no hacen un esfuerzo por demostrar que lo que dice no es cierto (es, dicen, algo que no vale la pena), prefieren cambiar de tema en lugar de responder a sus denuncias y lo acusan, por ejemplo, de no haber filmado los hechos de noviembre, siendo que el artista se encontraba fuera del país; recurren a la calumnia al afirmar que recibió dinero del MAS, algo que, claro está, no pueden probar; o, lo que es aún más vergonzoso, lo acusan de racista sólo por ser argentino (algo que, dicen, es imperdonable), con lo que demuestran de paso su escaso raciocinio.

Como si esto no fuera suficiente, se acusa a César Brie de inmiscuirse en política siendo extranjero y se lo amenaza con correr la suerte del “peruano Chávez”[9], cuando Humillados y ofendidos es, antes que nada, una denuncia de una flagrante violación a los derechos humanos. No es la primera vez que César Brie hace un trabajo de denuncia, lo había hecho ya en sus obras En un sol amarillo, memorias de un temblor y en Otra vez Marcelo; por ello, no deja de resultar paradójico que sea justo ahora que se recalque su condición de extranjero, haciendo gala, dicho sea de paso, de un chauvinismo y un provincianismo patéticos. A los detractores de César Brie habría que recordarles que también Luis Espinal era extranjero y que lo era también, qué paradoja, el mismísimo Mariscal Antonio José de Sucre.

Concluyendo, los detractores de César Brie no son capaces de seguir una discusión razonada, se entregan fácilmente a la descalificación, al insulto torpe y la calumnia; a diferencia del director del Teatro de los Andes, han perdido su independencia y honestidad intelectual y se han convertido en voceros del establishment; sus argumentos (si puede llamárseles así a esta sarta de retruécanos y difamaciones) carecen de elegancia y de la mínima coherencia. Al intentar ensuciar un nombre que por su trayectoria es difícilmente ensuciable dan un tristísimo espectáculo; su única disculpa podría ser, si tratamos de no pensar mal, que actúan nublados por la furia que dejó noviembre en Sucre.

[1] Becario boliviano en El Colegio de México (http://www.colmex.mx/) donde cursa la licenciatura en Política y Administración Pública. El autor vivió algo menos de dieciocho años en Sucre.
[2] No me voy a referir a Sucre como la Culta Charcas porque “culta” es una adjetivo cada vez menos pertinente para esta ciudad. No es sólo una cuestión de intolerancia política, como bien muestra César Rojas Ríos La ciudad Vagón, los hilos negros de la ciudad blanca, la producción artística e intelectual de Sucre ha ido declinando paulatinamente. Como era de esperarse, Rojas Ríos es un académico detestado en Sucre por su franqueza.
[3] En este punto no estoy de acuerdo con lo sostenido por la redacción de Pulso en su nota titulada “Chuquisaca en su hora crucial: radiografía de la región más polarizada del país”.
[4] César Brie, “Respuesta a los argumentos de Mier”, Correo del sur, 2 de julio de 2008.
[5] Rodolfo Mier Luzio, “Al César…”, Correo del Sur, 4 de julio de 2008.
[6] Es terriblemente absurdo sostener que las imágenes en las que se ve a Fidel Herrera mirando plácidamente la agresión y comprometiéndose a ir a la plaza más tarde (minutos 30 y siguientes) son “montadas”. La locación, la luz y el tipo de filmación son las mismas que las que segundos antes lo muestran caminando junto a la turba.
[7] Rodolfo Mier Luzio, “Teatro oficial”, Correo del Sur, julio de 2008.
[8] César Brie, “Sucre, capital del racismo”, artículo que circuló por Internet.
[9] Mier Luzio, “Al César…”.

domingo, junio 08, 2008

El correcaminos, una guitarra tartamuda y el sonido de la selva


Aunque cueste mucho admitirlo, los guitarristas verdaderamente geniales se cuentan con los dedos de una mano. Aquellos capaces de llevar el instrumento más allá de sus posibilidades conocidas, de crear nuevos lenguajes para éste, son apenas un puñado. Los intérpretes geniales y visionarios se quedan un peldaño por debajo de los auténticos genios. Son hombres como Bo Diddley los que merecen un lugar tan distinguido como ese, pues a partir de algunas ideas innovadoras consiguió co-construir tanto un nuevo estilo musical (el rock) como influenciar a una cantidad enorme de músicos, al punto que es ridículo percatarse lo olvidado que está el trabajo de Diddley si se lo compara con rockeros infinitamente menores, pero más mediatizados, como los insufribles Joe Perry o Richie Sambora (por dar el peor ejemplo). Parte del trío fundacional del rock junto a Chuck Berry y Little Richard, y aunque tristemente también a destiempo si consideramos su fallecimiento el pasado 2 de junio, a continuación homenajeamos la obra, y celebramos la memoria, de este enorme músico: Bo Diddley, “The Originator”.

Irónicamente la primera baja del terceto original del rock’n’roll es el que más callejeo tenía. De porte intimidante, corpulento y con actitud peleadora, viejo matón escolar, carpintero y boxeador, capaz de cargar una voluminosa guitarra (que pesaba varios kilos más de lo habitual) mientras la machacaba con una intensidad diabólica, Diddley seguramente habría tenido mejores opciones de longevidad de no haber sufrido los problemas de salud que progresivamente le fueron apagando. Sin embargo, el inventor del celebérrimo y ubicuo “Bo Diddley Beat” jamás detuvo su andadura musical, girando y tocando hasta hace muy pocos meses. Aseguran también sus músicos que no podía contener su espíritu curioso, listo y despierto para la innovación, pues insistía en tocar cada noche lo más diferente posible de lo anterior. Prescindiendo incluso de su propio “beat” para tocar sus éxitos clásicos. Odiaba repetirse, necesitaba adentrarse permanentemente en nuevos terrenos musicales. Su destino era ese y se ocupó de dejarlo claro desde su juventud.

Aunque sería injusto reducir sus logros a las innovaciones rítmicas que aportó al rock, ignorar la relevancia de “su” beat, sería igualmente inepto, dado que junto al riff “marca” Chuck Berry, hay poco más para descubrir en el genoma del rock’n’roll básico. Algo oscuro, indescifrablemente cadencioso, exótico, desbocado y en sintonía con la entalpía generacional que arrebató a cientos de jóvenes y los puso a bailar, mezcló el hambone de los esclavos africanos, le añadió la fuerza percusiva de la djouba caribeña y aglomeró todo sobre una base de rhythm and blues con mucha actitud. El resultado fue lo que él mismo denominó “el sonido de la jungla”; un cautivador conjunto en el que, cambiando las armonías por ritmo, hizo de su beat un estribillo en sí mismo, cocinando en el curso el ritmo más infeccioso que se hubiese escuchado fuera de los dominios de la música tropical.

Tiene mucho sentido que su “nombre”, siendo un prócer de la guitarra, lo haya tomado del diddley dow, un instrumento de cuerdas típico de los campos de trabajo esclavo. Nacido en Mississippi, tierra del blues, el 30 de diciembre de 1928, el joven Bo Diddley (entonces conocido como Ellas McDaniel) se inició como músico callejero en la meca de ese sonido, Chicago. Pero pronto se percató que lo suyo no era el blues, ni siquiera acelerado ni en su faceta urbana, sino el acompañamiento –salvaje y sexual– del sonido de “efervescencia adolescente” que Chuck Berry abanderaba desde el rock. Chuck y Bo fueron muy amigos y colaboraron en diversas oportunidades, estableciendo con sus trabajos una relación de contraste convergentes similar a la que se dio entre el desenfreno pianístico de Little Richard y la medida rítmica soul de Fats Domino. Sus primeras grabaciones ya daban cuenta de ello y “Bo Diddley” y “I’m a man” consiguieron colocarse como hits de los albores del rock, entre 1955 y 1956, contribuyendo a establecer la versión tribal del sincopado recitativo del country blues como otra de las sendas posibles de ese sonido naciente que, dicen que por influjo del efecto que tenía la música del propio Diddley en su audiencia, se empezaba a llamar “rock’n’roll”.

Los años inmediatamente posteriores le conservaron al tope de la ola, con múltiples apariciones televisivas y un respetable conjunto de hits, entre los que se cuenta “Hey Mona”, “Roadrunner”, “Who do you love?” y varios otros. Aunque la “Invasión Británica”, la psicodelia y todo lo que vino en décadas posteriores le removió de escena (como a todos los pioneros de su generación), Diddley no interrumpió su producción, y si bien su suerte comercial no mejoraba, era evidente que su influencia entre los músicos que le sucedían se hacía cada vez más extendida. Prueba de ello es que, a diferencia de varios de sus contemporáneos, Bo jamás perdió el respeto de los jóvenes, incluidos los gamberros punk, que se despachaban sin reparos (exagerando, claro) contra el “pacato” rock de, digamos, Chuck Berry. Hay quien incluso halla una correlación sonora entre el minimalismo contundente de Bo y el punk, pero eso es ya especulativo.

Visionario del uso del riff como alma de la canción, Diddley inició un juego de distorsiones que luego perfeccionó Link Wray, además de elaborar el decálogo del efectismo para los intérpretes en vivo, al jugar (mientras tocaba, claro) con las afinaciones, el feedback, los tonos de las pastillas de su guitarra, etc., o tocando en una sola cuerda toda una canción, manipulando el slide para alcanzar semitonos guturales, o sembrando en el terreno del rap al improvisar alegatos insultivos, espetados y devueltos por sus músicos, sobre una cochambrosa percusión, producida no por su sección rítmica, sino por su guitarra, cual si fuera un tambor. Claramente Jimi Hendrix, Eddie Hazel o Bootsy Collins (bajista él) le deben más de lo que podría pensar.
Siendo un genial ejecutante, además de innovador fundamental, la pletórica interpretación de “Mumblin’ guitar” debe convencer al que todavía dude de su virtuosismo, o le tenga por un simple intérprete rítmico colgado de una guitarra cuadrangular, la fabulosa y exclusiva Twang Machine, un icono en sí misma, y cuyo legendario perímetro anguloso, decorado por perillas y botones, confirió al instrumento más característico y extraño del rock un aspecto tan futurista como su sonido. Construida por el mismo Diddley, probablemente se trate de la primera guitarra “a medida” del rock, otra señal indeclinable de singularidad por parte del músico.

Uno de los que mejor canalizó la influencia negra, el espíritu hoodoo, en el rock, su truco era el énfasis, fuera para hipnotizar un panqueque o levitar al papa. Si a eso añadimos una revolucionaria configuración para su banda (maracas, una amplia sección rítmica, una segunda guitarra acelerada y a cargo de la también precursora “Duquesa”, el piano de Otis Spann, las bases doo-wop de sus coristas), será difícil negar que le es atribuible la paternidad del funk duro (escúchese el groovy The black gladiator si quedan dudas), y hasta de las sonoridades más refinadas que exploró el magistral Miles Davis eléctrico. Su paleta es pues tan grande como el rock, aspiración que muy pocos músicos pueden alcanzar.

Si bien en primera instancia su "intérprete oficial" fue Buddy Holly –“Not fade away” es casi criminal en lo que al uso del Bo Diddley Beat se refiere–, ante la imposibilidad de replicar sus primeros hits, logró reinsertarse en el ruedo popular gracias a los covers de nuevos grupos, que le homenajeaban o copiaban con igual desfachatez, superando en anotaciones y hits al mismo Diddley. A todo ello hay que agradecer su permanencia en la órbita del rock, al margen de sus constantes apariciones fílmicas y participaciones en bandas sonoras (y hasta campañas publicitarias). Fue ese instinto de supervivencia el que le garantizó la trascendencia.

Pero esta “repetición y robo” es hasta excusable, pues como con Chuck Berry, absolutamente todos los que alguna vez hemos tomado una guitarra con aspiraciones rockeras le debemos a Bo Diddley. Desde los primeros y evidentes herederos (Rolling Stones, Yardbirds, The Who) hasta el espectro más amplio de la posmodernidad musical (el distorsionado rock de los Jesus & Mary Chain, la apoteosis populista de U2 o el alt-country de los Camper van Beethoven), y como fue perdonado por el reversismo punk (los Sex Pistols, The Clash y hasta los precursores New York Dolls y Stooges lo versionaron), tampoco lo olvidó el rock más poético, destilado y monumental, que gustoso le abrazaba (Bruce Springsteen, Tom Petty, The Byrds tardíos), y resucitó en los ochenta desde el New Wave más pop (Adam & the Ants, George Michael) aunque en su tiempo supo dejar su marca en la vanguardia (Captain Beefheart le debe casi todo su blues alucinado), para regresar finalmente a los linderos del blues y el rock puro, ya en el nuevo milenio (Jack White es casi su tataranieto en cuanto a interpretación musical se refiere, y bandas como los Strokes o Franz Ferdinand también le deben muchísimo). Este prontuario puede parecer excesivo, pero aunque suene ridículo, hemos llegado a ignorar tan desconsideradamente la herencia de Diddley hasta tener que reivindicarle por méritos de aquellos que con su música han aprendido. Esto no debería suceder jamás, pero pasa demasiado a menudo.

El rock es (usualmente) casi una máquina de regurgitar conceptos, y mientras hace algunos días Bo Diddley fallecía en la oscuridad relativa, centenares de músicos hacían caja a su costa, encabezando “revoluciones” en el rock con simplemente tocar el viejo “beat” de Diddley, apenas doblando un compás o prolongando un acorde como todo cambio. Por ello Bo se quejó incansablemente. Un errante salvaje y genial como él no tendría qué hacer con todos los galardones que se le entregaba (muchísimos para recordarlos, pero de los más importantes). Decía que le reconfortaban y alegraban, pero que no aumentaban su chequera, jamás tocada por la abundancia y esquilmada por los viejos contratos que no le permitían cobrar regalías por sus exitosas primeras composiciones. Lástima Bo que con estas líneas tampoco te podamos pagar. Ya nuestros pontificios Jesus & Mary Chain decían “Bo Diddley es Jesus”, sin un ápice de exageración, pues cuando Diddley pasó del Chicago blusero o el violín de su infancia a la guitarra y al R&B más primitivo (el sonido de la selva), las cosas jamás fueron las mismas para el rock. Entonces solamente queda despedir a The Originator, felices por poder disfrutar de su música por siempre, mientras a él le esperan en el jam del paraíso.

Goodbye Diddley Daddy!