lunes, enero 28, 2008

Al diablo con las categorías


El Nuevo Periodismo no existe. Tal concepto no es más que un artificio ramplón para designar un género literario que ni es nuevo, pues Tom Wolfe lo reconocía tan viejo como el realismo social de Zolá, y que, al ser eminente subjetivo, tampoco califica como un texto periodístico canónico. Entonces, ¿De qué hablamos cuando decimos Nuevo Periodismo? Ese punto, en el farragoso campo de las definiciones, no es tan interesante como introducirnos en la contextualidad que definió el surgimiento de las obras que, durante los sesenta y setenta, pasaron a considerarse como exponentes de este novedoso acercamiento al reporterismo.

El Nuevo Periodismo, desde una perspectiva histórica, corresponde a la escuela literaria que nació cabalgando la contracultura, durante las transformaciones de la década del sesenta, y que se apoderó del periodismo con esquemas conceptuales modernos, aproximándose a la realidad con una ventaja que el devaluado periodismo, miope y reduccionista en su praxis, no contaba. Arrancando en revistas como "The New Yorker", "Rolling Stone" o "Esquire", puso la agitación del protagonismo generacional (propio de la crónica de los medios “underground”) al nivel de las mayores manifestaciones literarias, dotando a este hibrido de un reborde estético cuya identidad se sostiene en la amalgama escritor–reportero–personaje.

Suele confundirse el Nuevo Periodismo con las variantes más narrativas que se han cultivado dentro del género informativo (esto sin salirse de sus límites en el plan rupturista del auténtico Nuevo Periodismo). Al parecer todavía existen problemas al momento de diferenciar novelas de no ficción (caso “In cold blood” de Truman Capote) de textos alumbrados en otro plano mental y con aspiraciones a veces distintas (como “Radical Chic…” de Wolfe). Y es que hablamos de algo en extremo sutil de discernir, pues: ¿Leemos Nuevo Periodismo cuando la crónica roza la autobiografía? o ¿Es arriesgado llamar a John Dos Passos periodista antes que novelista?, no son preguntas fáciles de responder, y de algún modo representan la disyuntiva confrontada cada vez que un texto pretende pasar (con justicia) la criba anterior a ganarse el rótulo de "neoperiodística".

Veamos, a continuación –y quizás “rizando el rizo”– nos animamos a apostar por un set de diferencias entre periodismo narrativo, periodismo literario y Nuevo Periodismo, esperando encontrar referencias para la distinción de uno y otro abordaje. Elementalmente observado, el periodismo narrativo consiste en aplicar las técnicas de la literatura a la narración de experiencias y hechos de la vida real, todo enmarcado en una revalorización de la relación entre el autor, el hecho y los personajes; cabe resaltar enormes novelas “reales” como las de Capote o Walsh, muchas veces erróneamente tomadas como pioneras del Nuevo Periodismo, en éste género. En cambio, el periodismo literario gravita menos en el campo de la ampliación personal del texto y construye su aporte más como un efecto estético y no tanto formal; es decir, busca un nuevo planteamiento para el correlato de la realidad, con una distinta intensidad al utilizar los matices más sofisticados del lenguaje en la transmisión del mensaje periodístico, por lo que se le podría emparentar con el ensayo antes que con el cuento.

Entonces la distinción fundamental del Nuevo Periodismo está en el autor y la adquisición de un nuevo compromiso retórico, en una profesión ideológica y no meramente estética. El Nuevo Periodismo pretende alcanzar una lectura literaria de la realidad, dado que el proceso de constitución discursiva del periodismo es común a cualquier reconstrucción de la realidad, incluida la literatura “de ficción”. Esto quiere decir que, al menos en sus variantes más radicales, el Nuevo Periodismo puede prescindir del hecho noticioso explícito para sumergirse en una exploración mucho más profunda de la intercontextualidad. De ahí que un concurso de bastoneras sea igual merecedor de cobertura mediática que el asesinato de Kennedy.

De cualquier modo, el Nuevo Periodismo es todavía un tema urticante en círculos puristas (por su tendencia a vulnerar el precepto “sagrado” de la objetividad), cuando en realidad se trata de un periodismo que asume su real naturaleza subjetiva, compartiendo con el lector el juego entre verídico y verdadero, entre verosimilitud y contextura narrativa, que usualmente se purgaba en el fuero interno del redactor. Rescatando la importancia del quién y el cómo, incluso por encima del qué, al momento de construir el mensaje periodístico, queda claro que para practicarlo se necesita ser mejor estilista que transcriptor.

Además del delicado balance en la construcción de elementos de ficción a partir de material “auténtico”, la soltura del lenguaje en plan dialogal (recuperando onomatopeyas y giros coloquiales en un coqueteo cercano al de la generación beat), el protagonismo del narrador como personaje, la reivindicación de la realidad como una posibilidad de interpretación múltiple (lejana al funcionalismo unívoco planteado por el periodismo informativo), o una voz cargada de sarcasmo y provocación, son algunas de las características de los trabajos que se inscriben en el Nuevo Periodismo, constituyendo un cuerpo muy diverso, que arrancó en la crónica político-social y se extendió de ahí al deporte y hasta a la economía como sus campos de ejercicio.

Aparecido en 1962 con el artículo “Twirling at Ole Miss” de Terry Southern, y habiendo adquirido su denominativo con Tom Wolfe, el Nuevo Periodismo mutó en un gemelo decadente y maleducado –el periodismo Gonzo, que tuvo en Hunter Thompson a su principal cultor– mientras que autores como Gay Talese y su estupenda “Frank Sinatra has a cold” mantenían la sobriedad y rigor clásicos, a la vez que enriquecían el texto tanto como los neoperiodistas más afectos al discurso interno o al “directo subjetivo”. Durante las décadas del 60 y 70 grandes nombre como George Plimpton, Joan Didion o Nicholas Tomalin conseguirían hacer del Nuevo Periodismo sinónimo de periodismo (y literatura) de calidad, capturando el espíritu de una época con una fidelidad imposible de alcanzar de otro modo. Y aunque al ingresar a los 80 el enfriamiento nihilista le restó impulso al género, con el nuevo siglo éste recuperó fuerza desde la pluma de Matt Taibbi, P.J. O’Rourke o el polémico Stephen Glass.

Denominado como el aporte “auténticamente norteamericano” al periodismo, lo que si es muy inexacto, por mucho que el género efectivamente haya nacido entre calles y redacciones yankis, la influencia del Nuevo Periodismo a nivel global es tremendamente amplia. Particularmente en Sudamérica, donde con una generación de retraso, escritores como Cristian Alarcón o Alejandro Seselovsky adoptan el Nuevo Periodismo como una forma de continuar la tradición de Rodolfo Walsh o de Pío Baroja, en un auspicio despertar que esperamos cunda en el continente. Tampoco hay que olvidar que parte de la culpa por la confusión léxica entre Nuevo Periodismo (new journalism) y periodismo narrativo la tiene Gabriel García Márquez, que habiendo practicado el segundo –y de excelente forma–, parece querer encabezar el capitulo “sudaca” del Nuevo Periodismo, aunque su trabajo queda muy lejos de los preceptos constitutivos del neoperiodismo y se acerca más bien (junto con el de otros periodistas narrativos usualmente confundidos por neoperiodistas como Tomas Eloy Martínez o Juan Villoro) a Defoe o Twain, grandes periodistas narrativos de herencia más tradicional.

A casi cincuenta años de su aparición, algunas de las “revolucionarias” formas del Nuevo Periodismo se han hecho prácticas cotidianas del género, al punto que casi todas las crónicas que leemos hoy cuentan con alguna de ellas. En tanto, el surgimiento de un nuevo modelo comunicacional pluriárquico e intertextual profundiza la necesidad de un replanteamiento en los preceptos periodísticos. Hoy, cuando la información es tan abundante y su acceso se ha simplificado, los medios impresos deben poder capturar a un lector más exigente, ofreciendo textos de más largo aliento y volviendo al “viejo” dilema planteado por los neoperiodistas: afrontar al lector con el texto y al autor con la realidad. En su resolución está el quid de su supervivencia.

Un producto de su tiempo tanto como una forma de reflejarlo, esta innovación, pretendiendo eliminar a la novela como el vehículo principal de la literatura, consiguió conjuntar algunas de las mejores características del ejercicio narrativo con la satisfacción de las necesidades que el periodismo convencional aspiraba a llenar. A veces con la sutil belleza de un “cronismo para cronistas” o con la torpeza mentirosa de la ficción, esta práctica metaperiodística subvertida desde la literatura, hizo del Nuevo Periodismo la veta más intensa de la literatura en los tiempos que vivimos. Difícil de categorizar o explicar, bien hacía Tom Wolfe al mandar al cuerno las etiquetas genéricas –incluida la que él mismo inventó– y nos equivocaríamos al insistir en el retruque, no creyendo a William Faulkner cuando afirma que “la mejor ficción es mucho más real que cualquier tipo de periodismo –y el mejor periodismo siempre lo ha sabido.” De ahí en más no importa cómo lo llamemos.

domingo, enero 20, 2008

Folsom Prison Blues


"Hola, soy Johnny Cash" Pocas frases son tan épicas en su laconismo. Estremecedora y contundente en su obviedad, abre un evento histórico capturado en la brevedad de una cinta, acentuando la significación de algo tan efímero como un concierto. Pero no hablamos de un concierto ordinario, sino de uno que Johnny Cash brindó el 13 de enero de 1968 para un público literalmente cautivo, si se permite el torpe chascarrillo. Evidentemente no hacía falta aclarar quién era el individuo que se inclinaba sobre el micrófono. Los dos mil reclusos alineados frente al escenario como los guardias rondando el enorme comedor de la prisión de Folsom sabían perfectamente de quién se trataba. Los vítores que siguieron ese brevísimo saludo fueron cortados tan pronto como el poderoso barítono de Cash, también obviamente reconocible, se estrelló con las paredes del calabozo. Arrancaba una frenética versión de “Folsom Prison Blues” y la confesión del ave cautiva se transformaba en epifanía de libertad de la única forma que es realmente posible: por medio del arte.

La tentación de ver con exceso romántico el concierto que ofreció Johnny Cash en la prisión de Folsom es inevitable, la leyenda construida a su alrededor lo imposibilita. No sin justicia, y con perdones del "Live at the Apollo" de James Brown, "At Folsom Prison" de Johnny Cash –álbum resultante de éste histórico concierto– es considerado como el mejor registro “en vivo” que se haya grabado jamás. Y es que no se trata de un trabajo que brille simplemente por las virtudes interpretativas del músico, sino que es una obra que define la verdadera esencia del artista, constituyéndose en una declaración para la posteridad. Así sucede con éste disco, con el que Cash dejó claro porqué (y cómo) merecía ser recordado.

La figura de Johnny Cash se ha consolidado como el arquetipo del músico que adopta para su arte y vida la estética del forajido, el outlaw, validado por un estilo musical crudo y letras muchas veces escritas desde el punto de vista de los bandidos, sin mojigaterías al tocar temáticas ríspidas. En perfecta consonancia, su vida plagada de incidentes con la ley, acuciada por el dolor y la adicción a las anfetaminas, y la imponente estampa de Cash enfundado en negro y con la guitarra en bandolera, lo hacían fácilmente identificable para los prisioneros, con cuyas preocupaciones se mostró empático ya desde su primer hit, justamente “Folsom Prison Blues”, que escribió inspirado en una película que retrataba la vida al interior de la penitenciaría con la que se le asocia casi factualmente.

Cash, continuador de la larga tradición musical que versaba sobre el oscuro destino del presidio, sabía que la audiencia natural para sus “canciones reales, sobre emociones reales” no podía encontrarse en un lugar mejor. Y aunque tuvo que batallar mucho para convencer a su disquera, finalmente logró que accedieran a grabar su concierto en Folsom. Apoyado por el producto Bob Johnston y confiado por una previa visita exitosa (en 1966) Johnny Cash fijó la fecha del evento para enero del 68, paradójicamente el año más tumultuoso en los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial y en plano auge del “Verano del Amor”. La lógica de los ejecutivos de Columbia no los invitaba precisamente al optimismo, pero el contagioso fervor de Cash pudo contagiarlos.

La particularidad de este concierto no estriba en lo musical, sino en que Cash, al elegir una cárcel, no solamente confirmaba su viejo “enamoramiento” con esa imaginería, sino que decidía hacer el concierto para comunicarse con una audiencia muy específica. La fuerte identificación de Cash con los internos es la misma que sienten ellos con el músico, estableciendo un proceso único de comunión que finalmente podía aspirar a consolidarse en aquel momento. El respeto que sentían por el hombre de negro (que fue detenido hasta siete veces, la más notable de ellas por contrabandear 1163 píldoras "de varios sabores" desde México) era el respeto por un compañero de tribulaciones, cosa de la que Cash supo nutrirse a lo largo de su carrera, hasta el punto de que si algún músico había de tocar en Folsom, no podía ser otro sino él. La cuidadosa selección de canciones, todas relacionadas con temas carcelarios, consolidó definitivamente el nexo. La furiosa oscuridad de la experiencia encontraba, en la voz de alguien que obtiene su autoridad de la vivencia, el único vehículo posible. Ese pistolero, arrobado en el privilegiado escenario del comedor de la prisión de Folsom, había nacido para esto.

Hablando ya del disco, la versión más completa y fiel al concierto corresponde al relanzamiento de 1999 antes que a la versión original del álbum. Esto porque los pesados portazos en el fondo de la grabación, la intromisión de los anuncios del monitor buscando al “recluso número…” y hasta las diatribas de Cash protestando por la calidad del agua que le ofrecían, hostigando a los guardias y hasta solicitando “cortésmente” a los presos no maldecir en su disco, no se incluyen en el lanzamiento de 1968, algo más limpio y tratado en estudio para acomodarse en longitud a los LPs de la época.

Empezando con el frenesí de “Folsom Prison Blues”, e injustamente eligiendo algunos resaltes en un disco que debe escucharse en su integridad y en estricta secuencia, podemos tomar “25 minutes to go” (con el humor negro de un condenado a la horca en sus últimos minutos), “Cocaine Blues” (en su mejor y definitiva versión), “I got stripes” o “The Legend of John Henry’s hammer”, que desbordan energía y se benefician de la especial acústica de los centenarios muros de Folsom, aumentando la potencia de los Tennessee Three (más el estelar Carl Perkins como invitado), afilando su mítico sonido “boom-chika-boom” hacia la crudeza rockabilly con la que Cash se lanzó a la fama a mediados de los cincuenta.

La participación de June Carter (en una “Jackson” fenomenal como siempre) aporta la química única de ésta pareja –entonces recientemente casada– y abre el colofón de la noche. Escrita por el entonces recluso Glen Sherley, sentenciado a cadena perpetua por robo agravado, “Greystone Chapel” fue la canción con la que Cash cerró la noche. Inspirada en una pequeña capilla dentro de la prisión, este lamento aliviado por el consuelo divino fue presentado al músico la noche anterior al concierto. Impresionado, Cash se la aprendió en el acto y ordenó lanzar el tema como un single. Está claro que, presentado la pieza con respeto y humildad, la respuesta del público al día siguiente fue avasalladoramente positiva. Así, con una subterránea nota de esperanza, concluía el histórico evento y, por supuesto, también el disco.

Lanzado al poco tiempo, el impacto del álbum fue inmediato. Universalmente recibido como una obra consagratoria, su éxito aseguró un reverdecer para Cash, por entonces lejos de su mejor forma. Dicho renacimiento músical, comercial y popular le que le permitió presentarse a una nueva generación, con la que compartió desde un programa de televisión que condujo y en el que recibió invitados como los nada menospreciables Cream, Ray Charles o Bob Dylan. En cuanto a lo musical, en la estela del "John Wesley Harding" y el giro de “el country es cool” potenciado por el viraje del gran Bob hacia el género, con "At Folsom Prison" el estilo campirano se insertó definitivamente en la música popular global, ya libre de reparos prejuiciosos. La aparición de otros músicos “forajidos” como Buck Owens o Merle Haggard, y su grato recibimiento, son también consecuencia directa del triunfo de Cash; del mismo modo que el surgimiento del country rock (de nuevo vía Dylan y sus “interpretes oficiales” en los sesenta, los Byrds) se debe en buena parte a este seminal trabajo.

Suele decirse, por la naturaleza apologética y descarnada de su visión del crimen en su música, que Johnny Cash es el primer “gangsta”, y esto no es del todo falso. El sabor “underground” de este trabajo y el compromiso de Cash (que llegó en limousine a la penitenciaria pero se quedó a cenar en el mismo comedor que los prisioneros) confirman lo que su leyenda insinúa. El fracaso de un show planificado en homenaje a los cuarenta años de éste, que debía realizarse en la misma prisión hace algunos días, confirma que sin Cash simplemente no es posible poner a varios miles de convictos frente a un músico sin casi seguridad o protección. Que se haya tratado de una vieja estrella del country tiene muy poco que ver. ¿O imaginan ustedes a Conway Twitty en una situación similar?

Johnny Cash continuaría tocando en prisiones en años posteriores. De hecho, el acompañamiento perfecto para este disco es "At San Quentin", grabado en aquella prisión de máxima seguridad en 1969, entregando un álbum igualmente indispensable en el que se lamenta la desaparición de Luther Perkins (guitarrista original de la banda de Cash, fallecido a mediados de 1968) pero que deja temas inmortales como "A boy named Sue", y del que esperamos hablar más detenidamente en su momento. La principal diferencia entre ambos concierto está en que este último suena más frenético, crudo, directo y explícitamente elaborado pensando en sumergir a Cash nuevamente entre los presos, y aunque muchas veces parece mejor logrado en cuanto a lo musical, carece de la belleza poética original del concierto en Folsom. Esto no debe desanimar al lector curioso de buscar éste fenomenal disco, otro testamento del “Hombre de Negro” y de su asombrosa capacidad musical.

Es extraño pensar que todo había surgido del deseo de Earl C. Green, un condenado a muerte –luego indultado a cadena perpetua– que siendo fanático de Johnny había rogado al Reverendo Gressett, capellán de Folsom y amigo de la familia Cash, que consiguiese que el músico visitara la prisión. Sería imposible imaginar a Johnny Cash sin éste episodio, tan entrelazado en su leyenda que el origen anecdótico que tuvo no puede restarle impacto. ¿Y cuál es la verdadera trascendencia del disco? Pues que en "At folsom prison", omitiendo hábilmente el “Live” del título, Cash se transformó en un preso más y cantó como uno de ellos, por ellos y no para ellos, asimilando la complejidad de un proceso humano y personal donde la música no es entretenimiento ni testimonio, sino una maravillosa posibilidad de salvación. Esa (¿tan pequeña?) es la diferencia que hace falta para lograr algo como este disco. Que sólo Johnny Cash es capaz de hacerlo, es también completamente obvio.