domingo, junio 08, 2008

El correcaminos, una guitarra tartamuda y el sonido de la selva


Aunque cueste mucho admitirlo, los guitarristas verdaderamente geniales se cuentan con los dedos de una mano. Aquellos capaces de llevar el instrumento más allá de sus posibilidades conocidas, de crear nuevos lenguajes para éste, son apenas un puñado. Los intérpretes geniales y visionarios se quedan un peldaño por debajo de los auténticos genios. Son hombres como Bo Diddley los que merecen un lugar tan distinguido como ese, pues a partir de algunas ideas innovadoras consiguió co-construir tanto un nuevo estilo musical (el rock) como influenciar a una cantidad enorme de músicos, al punto que es ridículo percatarse lo olvidado que está el trabajo de Diddley si se lo compara con rockeros infinitamente menores, pero más mediatizados, como los insufribles Joe Perry o Richie Sambora (por dar el peor ejemplo). Parte del trío fundacional del rock junto a Chuck Berry y Little Richard, y aunque tristemente también a destiempo si consideramos su fallecimiento el pasado 2 de junio, a continuación homenajeamos la obra, y celebramos la memoria, de este enorme músico: Bo Diddley, “The Originator”.

Irónicamente la primera baja del terceto original del rock’n’roll es el que más callejeo tenía. De porte intimidante, corpulento y con actitud peleadora, viejo matón escolar, carpintero y boxeador, capaz de cargar una voluminosa guitarra (que pesaba varios kilos más de lo habitual) mientras la machacaba con una intensidad diabólica, Diddley seguramente habría tenido mejores opciones de longevidad de no haber sufrido los problemas de salud que progresivamente le fueron apagando. Sin embargo, el inventor del celebérrimo y ubicuo “Bo Diddley Beat” jamás detuvo su andadura musical, girando y tocando hasta hace muy pocos meses. Aseguran también sus músicos que no podía contener su espíritu curioso, listo y despierto para la innovación, pues insistía en tocar cada noche lo más diferente posible de lo anterior. Prescindiendo incluso de su propio “beat” para tocar sus éxitos clásicos. Odiaba repetirse, necesitaba adentrarse permanentemente en nuevos terrenos musicales. Su destino era ese y se ocupó de dejarlo claro desde su juventud.

Aunque sería injusto reducir sus logros a las innovaciones rítmicas que aportó al rock, ignorar la relevancia de “su” beat, sería igualmente inepto, dado que junto al riff “marca” Chuck Berry, hay poco más para descubrir en el genoma del rock’n’roll básico. Algo oscuro, indescifrablemente cadencioso, exótico, desbocado y en sintonía con la entalpía generacional que arrebató a cientos de jóvenes y los puso a bailar, mezcló el hambone de los esclavos africanos, le añadió la fuerza percusiva de la djouba caribeña y aglomeró todo sobre una base de rhythm and blues con mucha actitud. El resultado fue lo que él mismo denominó “el sonido de la jungla”; un cautivador conjunto en el que, cambiando las armonías por ritmo, hizo de su beat un estribillo en sí mismo, cocinando en el curso el ritmo más infeccioso que se hubiese escuchado fuera de los dominios de la música tropical.

Tiene mucho sentido que su “nombre”, siendo un prócer de la guitarra, lo haya tomado del diddley dow, un instrumento de cuerdas típico de los campos de trabajo esclavo. Nacido en Mississippi, tierra del blues, el 30 de diciembre de 1928, el joven Bo Diddley (entonces conocido como Ellas McDaniel) se inició como músico callejero en la meca de ese sonido, Chicago. Pero pronto se percató que lo suyo no era el blues, ni siquiera acelerado ni en su faceta urbana, sino el acompañamiento –salvaje y sexual– del sonido de “efervescencia adolescente” que Chuck Berry abanderaba desde el rock. Chuck y Bo fueron muy amigos y colaboraron en diversas oportunidades, estableciendo con sus trabajos una relación de contraste convergentes similar a la que se dio entre el desenfreno pianístico de Little Richard y la medida rítmica soul de Fats Domino. Sus primeras grabaciones ya daban cuenta de ello y “Bo Diddley” y “I’m a man” consiguieron colocarse como hits de los albores del rock, entre 1955 y 1956, contribuyendo a establecer la versión tribal del sincopado recitativo del country blues como otra de las sendas posibles de ese sonido naciente que, dicen que por influjo del efecto que tenía la música del propio Diddley en su audiencia, se empezaba a llamar “rock’n’roll”.

Los años inmediatamente posteriores le conservaron al tope de la ola, con múltiples apariciones televisivas y un respetable conjunto de hits, entre los que se cuenta “Hey Mona”, “Roadrunner”, “Who do you love?” y varios otros. Aunque la “Invasión Británica”, la psicodelia y todo lo que vino en décadas posteriores le removió de escena (como a todos los pioneros de su generación), Diddley no interrumpió su producción, y si bien su suerte comercial no mejoraba, era evidente que su influencia entre los músicos que le sucedían se hacía cada vez más extendida. Prueba de ello es que, a diferencia de varios de sus contemporáneos, Bo jamás perdió el respeto de los jóvenes, incluidos los gamberros punk, que se despachaban sin reparos (exagerando, claro) contra el “pacato” rock de, digamos, Chuck Berry. Hay quien incluso halla una correlación sonora entre el minimalismo contundente de Bo y el punk, pero eso es ya especulativo.

Visionario del uso del riff como alma de la canción, Diddley inició un juego de distorsiones que luego perfeccionó Link Wray, además de elaborar el decálogo del efectismo para los intérpretes en vivo, al jugar (mientras tocaba, claro) con las afinaciones, el feedback, los tonos de las pastillas de su guitarra, etc., o tocando en una sola cuerda toda una canción, manipulando el slide para alcanzar semitonos guturales, o sembrando en el terreno del rap al improvisar alegatos insultivos, espetados y devueltos por sus músicos, sobre una cochambrosa percusión, producida no por su sección rítmica, sino por su guitarra, cual si fuera un tambor. Claramente Jimi Hendrix, Eddie Hazel o Bootsy Collins (bajista él) le deben más de lo que podría pensar.
Siendo un genial ejecutante, además de innovador fundamental, la pletórica interpretación de “Mumblin’ guitar” debe convencer al que todavía dude de su virtuosismo, o le tenga por un simple intérprete rítmico colgado de una guitarra cuadrangular, la fabulosa y exclusiva Twang Machine, un icono en sí misma, y cuyo legendario perímetro anguloso, decorado por perillas y botones, confirió al instrumento más característico y extraño del rock un aspecto tan futurista como su sonido. Construida por el mismo Diddley, probablemente se trate de la primera guitarra “a medida” del rock, otra señal indeclinable de singularidad por parte del músico.

Uno de los que mejor canalizó la influencia negra, el espíritu hoodoo, en el rock, su truco era el énfasis, fuera para hipnotizar un panqueque o levitar al papa. Si a eso añadimos una revolucionaria configuración para su banda (maracas, una amplia sección rítmica, una segunda guitarra acelerada y a cargo de la también precursora “Duquesa”, el piano de Otis Spann, las bases doo-wop de sus coristas), será difícil negar que le es atribuible la paternidad del funk duro (escúchese el groovy The black gladiator si quedan dudas), y hasta de las sonoridades más refinadas que exploró el magistral Miles Davis eléctrico. Su paleta es pues tan grande como el rock, aspiración que muy pocos músicos pueden alcanzar.

Si bien en primera instancia su "intérprete oficial" fue Buddy Holly –“Not fade away” es casi criminal en lo que al uso del Bo Diddley Beat se refiere–, ante la imposibilidad de replicar sus primeros hits, logró reinsertarse en el ruedo popular gracias a los covers de nuevos grupos, que le homenajeaban o copiaban con igual desfachatez, superando en anotaciones y hits al mismo Diddley. A todo ello hay que agradecer su permanencia en la órbita del rock, al margen de sus constantes apariciones fílmicas y participaciones en bandas sonoras (y hasta campañas publicitarias). Fue ese instinto de supervivencia el que le garantizó la trascendencia.

Pero esta “repetición y robo” es hasta excusable, pues como con Chuck Berry, absolutamente todos los que alguna vez hemos tomado una guitarra con aspiraciones rockeras le debemos a Bo Diddley. Desde los primeros y evidentes herederos (Rolling Stones, Yardbirds, The Who) hasta el espectro más amplio de la posmodernidad musical (el distorsionado rock de los Jesus & Mary Chain, la apoteosis populista de U2 o el alt-country de los Camper van Beethoven), y como fue perdonado por el reversismo punk (los Sex Pistols, The Clash y hasta los precursores New York Dolls y Stooges lo versionaron), tampoco lo olvidó el rock más poético, destilado y monumental, que gustoso le abrazaba (Bruce Springsteen, Tom Petty, The Byrds tardíos), y resucitó en los ochenta desde el New Wave más pop (Adam & the Ants, George Michael) aunque en su tiempo supo dejar su marca en la vanguardia (Captain Beefheart le debe casi todo su blues alucinado), para regresar finalmente a los linderos del blues y el rock puro, ya en el nuevo milenio (Jack White es casi su tataranieto en cuanto a interpretación musical se refiere, y bandas como los Strokes o Franz Ferdinand también le deben muchísimo). Este prontuario puede parecer excesivo, pero aunque suene ridículo, hemos llegado a ignorar tan desconsideradamente la herencia de Diddley hasta tener que reivindicarle por méritos de aquellos que con su música han aprendido. Esto no debería suceder jamás, pero pasa demasiado a menudo.

El rock es (usualmente) casi una máquina de regurgitar conceptos, y mientras hace algunos días Bo Diddley fallecía en la oscuridad relativa, centenares de músicos hacían caja a su costa, encabezando “revoluciones” en el rock con simplemente tocar el viejo “beat” de Diddley, apenas doblando un compás o prolongando un acorde como todo cambio. Por ello Bo se quejó incansablemente. Un errante salvaje y genial como él no tendría qué hacer con todos los galardones que se le entregaba (muchísimos para recordarlos, pero de los más importantes). Decía que le reconfortaban y alegraban, pero que no aumentaban su chequera, jamás tocada por la abundancia y esquilmada por los viejos contratos que no le permitían cobrar regalías por sus exitosas primeras composiciones. Lástima Bo que con estas líneas tampoco te podamos pagar. Ya nuestros pontificios Jesus & Mary Chain decían “Bo Diddley es Jesus”, sin un ápice de exageración, pues cuando Diddley pasó del Chicago blusero o el violín de su infancia a la guitarra y al R&B más primitivo (el sonido de la selva), las cosas jamás fueron las mismas para el rock. Entonces solamente queda despedir a The Originator, felices por poder disfrutar de su música por siempre, mientras a él le esperan en el jam del paraíso.

Goodbye Diddley Daddy!