sábado, octubre 18, 2008

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sábado, octubre 11, 2008

Señor Mal Ejemplo


Warren Zevon fue para los cantautores lo que Tom Waits para el blues, un mal ejemplo. Alcanzando el (relativo) éxito en años en que el soft-rock californianio acaparaba la propuesta sonora y estética del genero de la “canción de autor”, Zevon gestó una remodelación –periférica pero significativa– en esa camada de músicos, que él orbitaba casi por defecto, a hurtadillas y marginalmente, más por amistades que por afinidad discursiva o “geográfica”. Con una visión inconformista, letras que tomaban lo personal en paralelo con la geopolítica “de actualidad”, o mezclaban la historia con humoradas pulp, cantando con voz hosca y afilando un rocanrol ascérbico, Warren Zevon se transformó en el padrino de una nueva estirpe de músico, un cancionista de rock con genes de escritor correoso; más un trapacero borracho que un popstar a la usanza, un personaje afianzado en las raíces folk (Dylan, et. al.) y rock’n’roll (Bo Diddley), pero proyectado fuertemente a la literatura, al cine y al humor negro. Habiéndose recordado cinco años de su muerte el pasado 7 de septiembre, aprovechamos este espacio y pretexto para celebrar la memoria de Warren Zevon, el Señor Mal Ejemplo.

Chico excitable

Nacido en Chicago, el 24 de enero de 1947, hijo de un apostador profesional (!) de raíces ruso-judaicas y de una estricta madre mormona, Warren Zevon pasó su infancia rodando de ciudad en ciudad, a causa de los hábitos –proclives a las deudas y “malas amistades”– de su padre. Warren William Zevon fue criado con la idea de llenar los zapatos de su “Tío Warren”, un prodigioso pariente que, siendo músico y precoz lumbrera académica, había muerto en la Segunda Guerra Mundial, y que a medias como héroe muerto y promesa incumplida, miraba a su tocayo y heredero desde un hierático retrato colocado sobre la chimenea de su casa. Sin embargo, al influjo de su padre, que era (según Zevon) “un mafioso, casi un Jesse James”, templó su carácter hacia el arte, la escritura y la música. Demostrando una temprana virtud pianística, llegó a conocer a Stravinsky, aunque más pronto que tarde se colgó una guitarra eléctrica, al percibir en las vías clásicas un sendero desapegado a nuestra época, un camino difícil de mejorar o siquiera seguir. Así se hizo músico de rock.

Abandonando la escuela –en la que tenía un desempeño notable, salvo en química– a apenas un año de graduarse, cuando un profesor lo sancionó al no creer que un excelente ensayo literario que presentó fuese realmente suyo, vio acelerado el inicio de su “carrera” como músico. Aguijoneado se subió al Corvette que su padre había ganado a las cartas y se fue a Nueva York, persiguiendo la idea de ser un músico folk. Corría 1964, el pico del boom revivalista de este estilo en NYC, pero avergonzado por dejar caer su púa en la boca de la guitarra en uno de sus primeros recitales, Zevon se percató que ésta aventura no era lo deseaba, y le puso fin muy pronto. No tenía razones para estar en la ciudad, no deseaba realmente ser un folkie, no se setía cómodo así y apenas –lo supo concluyentemente entonces– había ido allí para encontrar el espíritu bohemio de su héroe, Bob Dylan. Esclarecido, retornó a California.

Ya “irremediablemente” dedicado a la música, Warren pasó el resto de la década viviendo con su primera esposa y trabajando como músico “mercenario”, grabando comerciales, prestando su guitarra a Phil Ochs ("Pleasures of the harbor") o componiendo para los Turtles (el lado B de la exitosísima “Happy Together” era suya, y le fue tan lucrativa que por mucho tiempo, Zevon bromeaba, con sólo ese single alcanzaba para pagar sus cuentas). También intentó un dúo-pareja al estilo de Sonny & Cher (lyme & cybelle), pero no tuvo suficiente éxito, pasó por el soundtrack de "Midnight Cowboy" y escribió para Linda Ronstad, siempre sin poder escapar del anonimato. Pero en 1968 Warren conoció a Jackson Browne, quien sería muy amigo suyo por el resto de su vida, además de su eterno cómplice musical y artífice de su salto al ruedo profesional. De la mano de éste, en 1969, tuvo la oportunidad de grabar su disco debut, "Wanted dead or alive", que pasó completamente desapercibido para el público y crítica, a pesar de tener ya algunos atisbos del genial estilo Zevon, aunque extraviado entre un sonido de blues rock sucio (algo genérico del garage rock de esos días) y baladas rampantes como la poderosa “A bullet for Ramona”, 100% Zevon aún antes de que esto significara algo.

Entre 1970 y 1974 Warren Zevon terminó de foguearse, formando parte de la banda de los Everly Brothers, donde desde el teclado ayudó a revitalizar el clásico sonido de armonías “country-pop” del dúo. Pero en 1975, apartado del séquito Everly y sin otro estipendio que los escasos billetes que ganaba tocando en pequeños bares, ya “casado” con su segunda esposa Crystal –en una ceremonia celebrada en un automóvil a toda marcha, escanciando vodka y comulgando ácidos en el desierto, al puro estilo Thompsoniano– la pareja decidió vender todas sus posesiones y se lanzó a España, donde vivieron hasta el verano de 1976, trabajando Zevon como músico residente en un bar regentado por David Lidell, ex mercenario yanki que había vendido sus servicios por toda África y con el que Zevon hizo muy rápidamente buenas migas, además de ser el man at arms inspirador de la, todavía lejana en el futuro, “Roland the headless thompson gunner”.

Buscando la próxima gran maravilla

Rescatado nuevamente por Jackson Browne, Warren Zevon regresó a los Estados Unidos con un contrato y un estudio listos para comenzar la grabación de su próximo álbum. Ya maduro y con su estilo alcanzando el punto de florecimiento, Zevon grabó el autotitulado "Warren Zevon" (1976), poniendo su literalmente letal ingenio, su honestidad emocional y cinismo, al servicio de un rocanrol más sutil y refinado.

Aunque mejor recibido que su anterior trabajo, "Warren Zevon" pasó bastante desapercibido en sus días, si bien posteriormente se lo quiso rehabilitar como uno de los discos esenciales de esa era. Un estupendo despliegue creativo, éste disco es una suerte de “Album Blanco” iterativamente inverso, en el que los caminos divergentes no son los musicales, sino que aquí la explosión se da en el sentido de la extrema deriva sociológica de la sociedad yanki de los setenta y sus múltiples (o múltiplemente enfrentados) caminos, plasmada con total y tremenda elocuencia por la construcción lírica de este disco.

Esta vez con un contrato en la mano, el temerario Zevon no se dejó descorazonar por la indiferencia del público. Así fue que de inmediato se propuso la grabación de un próximo disco, a la sazón el que sería su obra maestra definitiva.

Dormiré cuando esté muerto

"Excitable boy" (1978), sin lugar a discusión, fue el mejor y más popular trabajo de Warren Zevon. Con un set infalible de “hits” (con la delirante “Werewolves of London” encabezándolos), este álbum consagró a Zevon entre los críticos, adjudicándole el lugar del “raro profesional”, del maverick mordaz e ingenioso (“Excitable boy”), del observador cínico de las realidades más cochambrosas (“Lawyers, guns & money”) pero también el de un sensible poeta cotidiano (“Accidentally like a martyr”). Transitando los pagos más surrealistas de la canción rock, un bluesero excéntrico demasiado poco apegado a las clásicas formas del sonido “de las 12 barras”, un aprendiz clandestino de Copland y un autor noir (amante del grandísimo Ross Macdonald), con éste album Zevon se inventó a sí mismo y desde su canon posibilitó un estilo propio e idiosincrásico. En suma, un despliegue de genialidad que difícilmente podría ignorarse (o igualarse).

Efectivamente “muy” exitoso, el disco impulsó al ya autodestructivo Zevon hacia una espiral descontrolada, un torbellino alcohólico en que el desenfreno estaba ganando la partida. Enamorado del vodka con todos los ribetes del exceso (no en vano se ganó el apodo de “F. Scott Fitzevon”), flirteando con la violencia –una noche en su estudio le pegó tres tiros a la portada de "Excitable boy", nada menos que su retrato–, sin poder detenerse o recordar sus actos previos, imposibilitado incluso de vestirse y menos capaz de tocar, Zevon se auto ingresó a una clínica de rehabilitación (tras tres intentos y la severa reprimenda de sus amigotes), esperando evitar “la salida del cobarde de mierda” que representaba el suicidio a punta de copas. Y aunque las hazañas del “dinking man’s drinking man” son proverbiales y abundantes, preferimos dejarlas de lado, pues ya el propio Zevon decía: “Escribo estas canciones a pesar de ser un borracho, no a causa de ello”.

Ya rehabilitado, sus siguientes discos, "Bad luck streak in dancing school" (1980), el vivo –dedicado a Martin Scorsese– "Standing in the fire" (1981) y "The Envoy" (1982), si bien consiguieron afianzar su lugar de privilegiada estima entre los críticos, vendieron tan poco que la disquera no tuvo otro remedio que rescindirle el contrato. Claro que Zevon, un “mal esposo expuesto a las tentaciones de la ruta”, al enterarse por medio de la prensa de este “despido”, tuvo suficientes motivos para hundirse nuevamente en el alcohol. Recrudecida la intensidad de su vicio, fracturado física, artística y emocionalmente, Zevon estuvo muy cerca de la muerte. Apenas rescatado por su esposa y amigos (Browne, Springsteen, Paul Nelson, etc.), el músico consiguió rehabilitarse una vez más y recuperar su salud y lucidez, ya de forma definitiva.

Higiene sentimental

Enfrentado al reto de regresar al mundo musical, Zevon se armó del conjunto de canciones más sólido de su carrera y, con dosis iguales de sardonismo y delicadas tonadas de amor, recurrió al grupo de rock más moderno de esos días: R.E.M., apuesta doble con todos los enteros ganadores. Soportado por los de Athens, Zevon grabó y lanzó el magistral "Sentimental Hygene" (1987), en el que también aparecían Bob Dylan, Flea, Tony Levin, Don Henley, Brian Setzer y Neil Young, además de sus habituales colaboradores Waddy Wachtel y Jorge Calderón. Un éxito arrollador entre críticos y músicos, y felizmente bien recibido por el público, el disco representaba el retorno triunfal de un enorme músico que parecía jamás haberse ido.

Todavía en la estela de este retorno, y con un equipo aún más estelar tras la incorporación de Chick Corea, David Gilmour, Jerry García y Jorma Kaukonen, Zevon lanzó "Transverse city" (1989), una especie de extravaganza cyberpunk que no terminó de ser comprendida –al menos no por aquellos ajenos a William Gibson– y resultó muy rápidamente “caducada” por el cambio de década y preferencias estilístico-musicales, por lo que el esfuerzo de Zevon volvió a encontrar la frígida respuesta que, desde ningún punto de vista, merecía.

También fruto de sus colaboraciones con R.E.M., y en 1990, Zevon lanzó –bajo el nombre de The Hindu Love Gods– un delicioso disco de reversiones de blues, r&b y viejo rocanrol, además de una irreconocible versión de “Raspberry Beret” de Prince. Un hito absoluto en el segmento de rock moderno/alternativo, este disco “de culto” difícilmente lograría rehabilitar a Zevon, aunque sí permitió un vistazo a su tremenda capacidad musical, registrada acá a lo largo de toda una noche y en una sola toma, jammeando entre copas, clásicos soul y amigos.

Pero lamentablemente confirmando el bajón antes insinuado, tanto "Mr. Bad Example" (1991) como su “unplugged in-situ” "Learning to flinch" (1993) –un guiño a Tom Petty– no consiguieron devolverle a la senda exitosa, y el acabose sobrevino con "Mutineer" (1995), un disco intimista y “dedicado a los fans” que casi nadie escuchó (o compró), lo que significó un nuevo despido en la carrera de Zevon, que veía alejarse el tren del éxito musical una vez más. Y aunque jamás aspiró a la masividad, tampoco consiguió los mimos incondicionales de los críticos (a cinco años de su deceso estamos en condiciones de afirmar que tampoco ha sido “redescubierto póstumamente” como sucedió con Nick Drake, por ejemplo), por mucho que su producción haya mantenido una gran consistencia por tan largo tiempo. Esta sería, por varios años más, una gran deuda pendiente para Zevon.

La vida te va a matar

Warren Zevon era muy duro de matar, eso es seguro. Y aunque le tomó 5 años volver, en 2000 "Life’ll kill ya" fue aplaudida y catalogada como la segunda resurrección del cantante, que regresaba ya envejeciendo, meditando sobre la muerte con toda la ironía que le caracterizaba, y repitiéndole a todo el que hiciera falta que iba a tomar mucho más que un par de discos poco vendidos para sacarlo de circulación.

Sorpresivamente (¿o no?) "My ride’s here" de 2002 recibió críticas mixtas, y se vendió algo menos que su anterior álbum, que tampoco había sido un superventas. Claro que el verdadero impacto del disco fue muy pronto opacado y minimizado por un anuncio completamente distinto, aunque bizarramente no impredecible. A Warren Zevon le habían diagnosticado un terrible cáncer pulmonar, no había qué hacer y le quedaban apenas dos meses de vida. Irónicamente, el anterior disco de Zevon contenía el tema “My shit’s fucked up”, en el que un médico comunicaba a su paciente el estado terminal de su enfermedad; más aún, su reciente "My ride’s here" le mostraba en tapa montando un carro fúnebre, e incluía canciones sobre “cabalgar hacia el más allá”; pero, incluso más extrañamente, el “logo” de Zevon había sido, desde siempre, una calavera con un cigarrillo colgando de su mandíbula y los típicos espejuelos redondos de Warren cubriéndole las órbitas. Todo encajaba, como si Zevon hubiese intuido que le tocaría ser su propio sepulturero.

Accidentalmente como un mártir

Queda, todavía vivo en nuestra memoria, el tremendamente conmovedor momento en que un debilitado pero energético Warren Zevon se presentó por última vez en vivo. En el show de su gran amigo David Letterman, donde había tocado innumerables veces, tanto como invitado como haciendo de “líder sustituto” de la house band del programa, Zevon anunciaba públicamente su enfermedad. “El mismo tipo de cáncer que mató a Steve McQueen”, apuntaba sin perder el humor típicamente suyo. “No ir al médico ni una sola vez en 20 años fue un error táctico, una de esas fobias que no dio resultados” agregó, siempre irónico. “Supongo que ahora sé cuánto se supone que debemos disfrutar cada sándwich”, remató. Su verdadera despedida, también ahí, vino con música. Tres temas “clásicos” suyos y el anunció de un último disco, su epitafio, su testamento. “Nada más espero poder vivir lo suficiente para ver la próxima película de James Bond”. Zevon se despedía del mundo por TV, pero prometía dejar un último mensaje.

"The Wind" (2003), grabado en un estado de inigualable efervescencia creativa, con el apoyo de muchísimos de sus amigos y colaboradores (Jackson Browne, Mike Campbell, T-Bone Burnett, Ry Cooder, Don Henley, Emmylou Harris, Jim Keltner, Tom Petty, Joe Walsh, Bruce Springsteen, Billy Bob Thornton, Dwight Yoakam y hasta su hijo Jordan Zevon), Warren logró el milagro de vivir lo suficiente para ver su publicación, el nacimiento de su nieto y –así es– la próxima película de James Bond (“Die another day”, vaya coincidencia). Peleando contra el tiempo y las molestias de su enfermedad, Zevon lanzó una joya a la altura de lo mejor de su carrera; con canciones delicadamente introspectivas, sin desesperación pero conscientes del inevitablemente cercano final, con toques de amor tierno y las infaltables iluminaciones caústicas. Momentos especialmente conmovedores aguardan en su cover de “Knockin’ on heaven’s doors” (a primera vista algo obvio, facilista y redundante, pero en este caso y contexto un bluff imposiblemente emotivo) o en la despedida de “Keep me in your heart”, a la que la palabra sublime no alcanza para describir, y que cierra un disco pleno de emoción.

La tarde del 7 de septiembre de 2003, un domingo cualquiera, Warren Zevon dormía la siesta cuando falleció. El incansable forajido cumplía su promesa: “Dormiré cuando éste muerto”.

Diez cosas que hacer en Denver cuando estás muerto

A cinco años de su muerte, a pesar de la casi decena de discos póstumos (entre homenajes, recopilaciones y excavaciones arqueológicas), Warren Zevon sigue siendo el ídolo de demasiado pocos. Admirado y versionado por músicos de todos los estilos y extremos, desde Bob Dylan hasta Kid Rock (¡Menuda forma de faltarle al respeto!), pasando por Adam Sandler y los Pixies, suponemos que es un tanto difícil acceder al trabajo y sentidos de Zevon, no exactamente herméticos pero sí trabajosos, aunque les aseguramos que el esfuerzo vale la pena, pues el que lo descubre ya no puede olvidarse de él jamás. Para bien o para mal. Y si hacen falta avales para animarse: ¿Cuántos cantautores pueden jactarse de tener a Bob Dylan entre sus fanáticos?

Un surfista que conoció a Stravinsky y fue criado “narcotizado” por las recetas caceras que su abuela ensayaba para “tranquilizarlo”, con mucha justicia se ha dicho que Warren Zevon es uno de los escritores estadounidenses más interesantes de la segunda mitad del siglo. Así entre sus seguidores contamos a Hunter Thompson, Paul Muldoon, Stephen King o Carl Hiaasen; escritores que supieron apreciar en sus letras un tremendo poder satírico, narrativo y de disección de la contemporánea “decadencia” yanki. Dueño de un humor tremendamente caústico, que le hace un maestro de la sátira escalpélica, sus canciones están llenas de acción y personajes ensamblados en un estilo puramente pulp, dotadas del poder cinematico para construir y resolver una escena (siempre magistral) en un puñado de minutos y con pocos versos. Sus baladas, delicadas pero escritas por un corazón inflamado, o su sempiterno uso de la muerte como un recurso creativo, son otros elementos no menos dignos de mención en la impecable obra de Warren Zevon.

Un auténtico estoico pero, contradictoriamente, también un hedonista incurable, Zevon es el cantautor más “posmoderno” de todos. Escribiendo desde la desesperación (abundante) del hombre de hoy, lanzándose en juegos metamusicales, bromeando con tramas de terror, reclamando la libertad de América, etc. Si Neil Young fue un poeta surrealista retro, Bruce Springsteen el líder populista de las masas urbanas, Bob Dylan el profeta camaleónico e inconformista, Warren Zevon se labró un lugar y un modelo propios, definitivos y trascendentes; suyo es el sitial del “Señor Mal Ejemplo”, el del iluminado al borde del abismo. Ahora, allá donde esté, sólo esperamos pueda disfrutar de su sándwich, que acá nosotros –sándwich o no en mano– tenemos excesivos motivos para el disfrute en su obra.

sábado, octubre 04, 2008

"Airamppo": Chichaventuras de un ociólogo


En un año tan rácano para la calidad del cine boliviano, y lo que es peor, tan chato y complaciente en sus propuestas, cualquier indicio de novedad –de contenido discursivo– tiene que ser celebrado. “Airamppo”, de lejos lo más interesante que se ha estrenado en Bolivia este año, tiene el rescatable deseo de pensarse un paso más allá del estrictamente atildado cine nacional, aunque se beneficia por el bajísimo perfil de su competencia "modelo 2008". Zarandeado entre el “cine de autor” (más copias y pastiches de éste que un genuino planteamiento de autor) y el cine mestizo-popular (cholo, neo-barroco andino, o como se lo haya venido llamando), lo que encontramos en este film es una obra a la que se le puede criticar todo menos la originalidad.

Aparentemente superado el problema original de nuestro cine gracias al formato digital, uno esperaría –ante mayores cotas de pulcritud técnica alcanzandas vía las escuelas de cine que existen en Bolivia– encontrar a los directores nacionales tomando más riesgos, innovando en la estética y lenguaje del cine nacional. Pero cuando la lobotomizante estupidez de “Día de boda” pretende hacerse pasar por una comedia “de masas” o “PsicoUrbano” quiere hacernos creer que Lynch filma así porque le gusta hacerse al rarito, tendemos a perder las esperanzas muy rápido. “Airamppo”, salvada la payasada de sus autores, que se comparaban con Kusturica o autodenominan “niños terribles del cine nacional”, apenas es la tercera producción nacional (¡En ya 5 años!) que se arriesga con una apuesta de ese tipo. Afortunadamente el lance parece haberles dado frutos.

A medio camino entre la docuficción y el cine suprarrealista, este film se empapa del espíritu etílico de nuestros ritos, pero no intenta epatar con ellos, sino demostrar la intensa convección de la fiesta en nuestra identidad. Presentándonos una Totora cercana, pero exacerbada en su sentido a contramano del devenir histórico –tanto que a momentos transita del realismo mágico al campechanismo celebratorio del ya mencionado cineasta serbio–, el “viaje” de unos sociólogos y artistas (hippies, o mejor jipis) citadinos a un telúrico (sin dobles sentidos) festival, será el pretexto para evocar desde el film aquellas borracheras que son todo un poema sensorial.

Claro que el foco acá no está en los “forasteros” y su epifanía chichera, tampoco en el pueblo como instancia surreal (arrebatada a los campesinos por la civilización propiciada por la tragedia), pero igualmente atrapada entre el mito y el olvido; sino en el festival como una entidad multitemporal y de realidades entrecruzadas –mucho como nuestro abigarrado país– y potenciadas por la bebida, sustrato en el que tanto el jipi como la cholita consiguen comulgar, o el jailón vividor puede mear junto al sufrido y arrepentido trosko. Esa intención es ya suficiente para que valga la pena ver “Airamppo”, olvidando las incoherentes cabriolas de sus egomaniacos directores (sus chodaliscas, etc.)

Pero no hablamos de una película perfecta, ni mucho menos. La puesta en práctica de las ideas arriba descritas dista de ser suficientemente efectiva. Evidenciando aquello, las partes “documentales” quedan mejor paradas que las narrativas o compuestas (“de ficción”); esto muy a causa de las actuaciones, que cuando dejan de ser naturales y se transforman en actuaciones, pierden mucha fuerza y prolijidad. Silverio Moro, interpretado por Carlos Soriano, por ejemplo, llega muchas veces a provocar lástima, pues al imaginar uno la forma en que fue utilizado –vaya uno a saber hasta que punto sabría él cuanto de la farra era “joda” y cuanto actuación– sencillamente se siente cómplice de esa “mala onda”, como también en las intervenciones de un Joel Harvey (el Gringo), demasiado inexpresivas y artificiales hasta para un gringo. No perdamos la oportunidad, sin embargo, de elogiar a la apuesta Carmen Julia Luján, cholita que hace palidecer a la siliconada Misk’isimi de la siempre repulsiva Carla Ortiz.

Pasando ya de las actuaciones a lo argumental, los momentos en los que se trata de crear un ambiente excesivamente místico, o incluso se intenta teorizar sobre el ser nacional y otras cuestiones similarmente trascendentes, la construcción fílmica flaquea mucho más, y resulta así imposible considerar las ridículas apariciones del Tío, de Pilato o de la Clepsidra como aportes armónicos al relato que se está desarrollando desde la banda “documental”. Ahí se puede observar que a los autores todavía les falta experiencia para alcanzar la homogénea contextura autoral de Fellini, por nombrar otra de sus referencias, que les permita unir y traslapar un mundo con el otro, usando los signos de un campo enunciativo en el otro.

Manteniendo desde “Evo Pueblo” el problema de un subtitulado (¿a propósito?) plagado de errores ortográficos, sintácticos, gramaticales, non-sequiturs, malas traducciones, etc., Miguel Valverde mejora aquí tremendamente como cinematógrafo (tarea que también desempeñó en la presidencial biopic dirigida por Tonchy Antezana), demostrando su identidad e impronta al emplear sus recursos –en la mayoría de los casos– con gran musculatura y clarísimas intenciones; pues salvo un par de filtros empleados en momentos innecesarios, los encuadres y el manejo compositivo de la cámara (como instrumento narrativo incluso) está bastante bien logrado, minimizando los lapsos de tedio visual o de delirio “videoartístico”. Lamentablemente no se puede decir lo mismo de la música, que exceptuando el tema principal (“Airamppo”, me imagino), pocas veces conecta y conduce lo que ocurre en la pantalla, enfrentándolo antes que completándolo. Claro que esto se perdona con la -acaso accidental- aparición de Maroyu en el "soundtrack" de una incidental farra.

Con bastantes clichés en los personajes (y algunos de los diálogos), con una deuda Kusturiquesca muchas veces más cercana al crimen que al homenaje, con un final al que convendría recortar unos minutos –en aras de mantener el hermetismo interpretativo y la fuerza narrativa–, con bravatas juveniles que los dejan bastante lejos de alcanzar eso que en los libros leyeron se llama “Teoría del autor”, Miguel Valverde y Alexander Muñoz, co-creadores del film, de entrada consiguen con “Airamppo” algo muy necesario en un cine que antes que referencias estéticas parece tener referencias estáticas. Sin la altisonancia pedante de Bellott y su “llamita”, Valverde y Muñoz articulan un notable ensayo cinematográfico sobre los modos de la cultura mestiza, desarrollando a partir de la fiesta (y con el bálsamo de la chicha como elemento comunicante entre lo real y lo onírico) la interesante idea del borracho como instancia narrativa superior del boliviano. Es más, al ser más genuino su abordaje, más cercanas a su realidad “chola” lo que pretenden presentarnos, no se produce un choque entre su propuesta estética “vanguardista” –en lo que respecta al cine como forma– y sus incursiones estéticas en lo mestizo-popular, alcanzando más bien una envidiable consonancia con el imaginario “cholo”, sin contradecir su riqueza léxica. Así les alcanza para firmar una película estéticamente innovadora, de cine cholo, pero sin caer en el facilismo de “Sena Quina” o la afectada vacuidad de “¿Quién mató a la llamita blanca?”. Ese es un logro mayúsculo que no podemos dejar de resaltar en “Airamppo”.

De cualquier modo, me parece por lo menos gracioso que esta película (acaso la más “interesante” del cine boliviano, en el plano narrativo y estético, en varios años) haya sido defenestrada por los mismos periodistas que usualmente adoran todas las películas nacionales (no se menosprecie el hecho que muchas de sus críticas vienen por los experimentalismos y temáticas aquí presentes), y que han aborrecido públicamente ésta, mientras los críticos (digamos personas con un criterio cinematográfico medianamente formado) la han celebrado con más o menos ambages. ¿Y el público? Me imagino que escasísimo, pues la película no duró ni cinco días en cartelera. Frente a “Airamppo” y su intención de hacer y decir algo distinto tenemos el abrumador éxito de “Día de boda”, o de la misma “Llamita blanca” y su autoindulgencia fallida. Creo que estamos todavía a tiempo de preguntarnos si es que nos podemos seguir permitiendo este tipo de “caprichos burgueses”, o si es que algo extraño está pasando entre nuestros gustos e imperativos canónicos. Mientras esa definición no termine condenándonos a ver eternamente las iteraciones de la genial obra de Rodrigo Ayala Bluske, no tendría que haber problema. Al final, si lo que queremos es chicha, siempre habrá chicha de todo tipo y estilo.