domingo, mayo 09, 2010

Cuando bailar estaba permitido o los últimos días de la música disco


Hay algo fascinante en los finales de década. Esa agitación vertiginosa en la que se mezcla el temor por lo desconocido con la ansiedad de lo nuevo. El último año de los setenta no es una excepción, y por el contrario ofrece uno de los vórtices creativos más fecundos del siglo pasado –un adecuado final para una década esquizoide y ambigua, además. Producto de las múltiples tensiones que entran en juego cuando una década termina, las expresiones artísticas experimentan el shock de procesos que se cierran y encaran contradicciones que se multiplican con los retos de la novedad. Ese es el caso de 1979, un año de transición en lo social, político y económico, pero de radicales transformaciones en los espacios artísticos. De cara a un cambio generacional y sobrellevando las cada vez más veloces alteraciones de la modernidad, los productos creativos de aquel año esconden, tras un subvalorado perfil, el origen de gran parte de lo que hoy consideramos arte. Por ello es que, saliendo ahora mismo un final de década, aprovechamos este espacio para meditar al respecto.

Por supuesto, cuando uno piensa en los setenta lo primero que se le viene a la mente son afros esponjosos y música disco. Pero, ¿qué sucedía con la música popular durante 1979? Aparentemente el acontecimiento más importante tenía que ver con el declive del segundo ciclo generacional del rock. Si el primero había sido el que pasó del twist a Elvis, extendiéndose por la música surf y el rock’n’roll de Chuck Berry y Little Richard; el segundo ciclo se vio dominado por las bandas alumbradas bajo el efecto de la Invasión Británica y de la música psicodélica. Fue recién en 1977 que se produjo el tercer quiebre generacional en la historia del rock, potenciado por la irrupción del punk, que propició nuevos movimientos, formas expresivas y espacios dentro de la música popular, desafectados de las viejas formas e “instituciones” pero no por ello capaces de anularlas. Esa es la naturaleza contradictoria que observamos en la música de 1979, año en el que el punk ya había implosionado, escindiéndose en grupos con aspiraciones comerciales (la New Wave) y en otros con claras intenciones artísticas (el Post-punk). Pero también en 1979 alcanzaba su mayor momentum la música disco, impulsada por los mismos protagonistas del segundo ciclo del rock. Así encontrábamos, al mismo tiempo, a viejos astros “vendiéndose” al vilipendiado estilo discotequero mientras, en el coletazo final del punk, surgían auspiciosas señales de relevo generacional en el rock.

Lo extraño es que todo comenzó con un espejismo. Tras cinco años de dominación disco aparecía una canción que –sin ser bailable ni renunciando a cierta crudeza heredada del garage rock– pudo conquistar a las masas y encandilar a los críticos. “My Sharona”, ese grasoso one hit wonder, era lo que reavivó la esperanza de longevidad rockera; pero en realidad –como pronto lo corroboraría el abrupto pinchazo de la banda– The Knack y su megahit eran apenas un destello aislado. Todavía un producto del segundo ciclo del rock, ese que se había dejado arrollar por la brillantina y los zapatos de plataforma, el repentino éxito de The Knack se explicaba sólo como un efecto colateral del evidente hastío disco. En cambio, los Bee Gees (uno de los buques insignia disco) y Chic (que tras un perfil más bajo escondía al genial Nile Rodgers) lanzaban en ese mismo año discos con sus “grandes éxitos”, a pesar de acreditar carreras bastante breves. A pesar de todo, el impacto mediático de ese hit fue decisivo, ya que puso al público a hablar de una supuesto resurgimiento del rock y del esperado hundimiento disco. A esto debe sumarse el efecto de la “Disco demoliton night”, una maniobra publicitaria en la que un DJ solicitó a sus escuchas llevar LPs de música disco a un partido de los White Sox de Chicago, pues en el entretiempo los dinamitaría en una pila. Steve Dahl, ideólogo de este mitin, no había previsto la magnitud de la respuesta popular, que no sólo desbordó la cantidad de vinilos aportados y el aforo del Comiskey Park, sino que escaló en su animosidad hasta invadir el campo de juego, iniciando una revuelta que arrasó con el estadio y los negocios circundantes. Al margen del exabrupto vandálico, quedaba absolutamente claro que la música disco no sólo había dejado de gozar el favor popular, sino que ya era un enemigo declarado. La oleada de repudio que siguió a aquella jornada –no en vano apodada “El día que la música disco murió”– fue inmediata y contundente: muchas radios dejaron de pasar música disco, las disqueras evitaban apoyar artistas de ese género (por miedo a repercusiones incurables en su reputación y ventas) y hacia septiembre de 1979 ya no quedaban temas disco en los charts de los Estados Unidos. Y eso, si recordamos que en enero de aquel año los mismos rankings estaban invariablemente copados por artistas disco, es poco menos que una debacle de proporciones bíblicas.


Pero, como mejor que nadie lo sabrá la oposición boliviana, tener un enemigo común nunca es suficiente para poner en marcha una “contra-revolución”. Efectivamente se consiguió aplacar el éxito de la música disco, pero el rock no daba mayores señales de revitalización. Los Beatles se habían separado hace una década, los Stones –que con “Miss You” y “Emotional Rescue” cayeran en terreno disco– estaban ocupados haciendo shows de beneficencia para eludir condenas por posesión de narcóticos, The Who lidiaba con la muerte de Keith Moon y Pink Floyd lanzaba sus dinosaurico “canto del cisne” en la forma de The Wall. Ya el punk había dado cuenta del rock progresivo, pero a su vez terminó colisionado con los muros de la industria discográfica y sucumbiendo al germen autodestructivo de su propio discurso. Sin embargo, en ese paisaje que invitaba tan poco a la esperanza, se encontraban señales de indudable regeneración.

Por ejemplo, Joy Division y Public Image Limited debutaban ese 1979, fundando auspiciosamente el post-punk. También innovando en una vena cercana, Wire con 154 y Gang of Four con Entertainment! expandían el concepto del punk hacia una retórica que no entendía de fronteras (y fagocitaba influencias funk o el minimalismo por igual). En la vereda opuesta –la New Wave– Blondie ofrecía legítimamente divertidos coqueteos con la música disco, el ska y el reggae se acoplaban al impulso punk de Madness y hasta la excentricidad de DEVO o XTC parecían aceptables. Emergían también cantautores de aspiraciones más clásicas, como Tom Petty, Elvis Costello y el propio Mark Knopfler –cuando Patti Smith se jubilaba temporalmente y Bob Dylan ingresaba en su etapa cristiana. Incluso la música electrónica, parte del genoma disco, se revalidaba gracias al electropop vanguardista de Gary Numan y Tubeway Army, a la abstracción de Nurse with wound o al reproceso sonoro que hicieran, de los sonidos sintéticos, tanto el Hip Hop como el No Wave. Sin duda la mejor señal de este nuevo ciclo expresivo, matizado por una amplitud impresionante de influencias y aspiraciones, lo ofrece The Clash con su disco London Calling, lanzado en los últimos días de 1979 pero con la suficiente fuerza para sintetizar todo lo sucedido con la música popular tanto durante los setenta como lo que se vendría en los ochenta. Hablamos, pues, de la obra capital de esa tercera generación de rockeros.

Entonces, ¿qué era lo que estaba mal con la música disco? Tendría que haber sido algo genuinamente aborrecible, para merecer una reacción tan afiebrada y maliciosa como la que sufrió. A decir verdad, el problema con el estilo disco pasaba poco por lo musical, y se enraizaba más bien en la imagen y valores que defendía. En la consumación del hedonismo setentista, la ostentación y derroche disco resultaron aún más enfurecedores para los yanquis debido a que ésta era una música ostensiblemente popular en clubes homosexuales y entre latinos y personas de color. Así fue que, al terminar los setenta, el estilo de vida disco se topó con los primeros síntomas de la reacción conservadora que engulliría Estados Unidos en los ochentas, con Reagan, el tele-evangelismo, los yuppies y el SIDA como sus jinetes del apocalipsis. De ahí que entre eso de “Disco sucks” y “God hates fags” haya tan poca distancia.

En lo musical, en cambio, el sonido disco parecería seguir una progresión natural desde el soul psicodélico de Sly Stone o del funk sureño del enorme Isaac Hayes. Añadiendo la influencia de la electrónica europea (Giorgio Moroder, Kraftwerk, ABBA y Jean-Marc Cerrone) y de la percusión latina, la música disco estaba diseñada para obligar al baile; cimentada sobre el célebre beat “four-to-the-floor” y con líneas de bajo de perniciosa simpleza, los arreglos de cuerdas y montajes sintetizados que arropaban las voces de Donna Summer, Gloria Gaynor o Barry Gibb, pronto se expandieron a otros ámbitos musicales. Ya mencionamos a los Rolling Stones, pero incluso más paradigmáticos resultan los casos de KISS, Rod Stewart o Electric Light Orchestra. Pero, a su descargo podemos decir que hasta el genial jazzista Herbie Hancock, o el camaleónico David Bowie, cayeron en las redes disco sin precisamente resultados notables. Al interior de las trincheras disco existían también geniales exponentes, como KC & The Sunshine Band, Chic o Barry White. Eludiendo la condena sufrida a mediados de 1979, apenas dos años después del rompedor suceso del filme Saturday night fever, la música disco conseguiría extender su influencia en los ochenta, y por eso se encuentra sus huellas en las canciones de Prince, Madonna o Afrika Bambaataa. Valga también, como corolario, reconocer que Off the wall de Michael Jackson –el pie para la reinvención de la música negra y por ende de la conquista de toda la música pop– también se presta muchísimo de los arreglos disco.

A primera vista uno no se jugaría por 1979 como un año tan fértil y revolucionario para el desarrollo de la música pop como, digamos, 1966. Puede también parecer que la acumulación descrita se debe a procesos no necesariamente vinculados con el último año de los setenta; pero lo que sí resulta indiscutible es que, durante esos meses, se conformó mucho de la expresión musical contemporánea. En resumen, si alguna enseñanza dejó el ciclo de dominio disco, debe ser que querer producir música inocultablemente bailable no es motivo de escarnio. Como fuera, tomó veinticinco años para que esto pudiera ser comprendido por el rock, que en su faceta indie hoy llega a las pistas de baile con una naturalidad extraordinaria. No demasiado lejos del espectro disco se halla el efecto de la revolución punk. Tenemos el ejemplo de James Chance de The Contortions o John Lydon de los Sex Pistols y PIL, quienes se ocuparon de dejar claro que, a pesar de su origen punk, admiraban la flexible sensibilidad pop de la música disco. Así dieron origen a un Post-punk que se podía disfrutar orgánicamente mientras la letra incitaba a las reflexiones más profundas y la composición no resignaba calidad. Hoy que la música más innovadora que se hace tiene claras influencias disco y punk (LCD Soundsystem, !!!, Klaxons, M.I.A., The Rapture), conformando ese movimiento que se denomina Nu-Disco, tal entrecruzamiento hasta se antoja como una unión natural. Disco y punk ya no están enemistados. Claro, si le decimos eso a un rockero de los que protestaba contra aquellos años en los que estaba permitido bailar, lo más probable es que nos mire como si los estuviéramos invitando a que nos acompañe en una coreografía de Village People. Pero claro, nunca es para tanto.